La mezcla del jet lag y el catarro me sumergen en una vida sonámbula en la que no está muy claro el orden del tiempo. Me quedo dormido a media noche y cuando despierto con una sensación de haber pasado muchas horas de sueño profundo en la ventana hay una gran oscuridad y en el reloj son las tres de la madrugada. Esta lucidez extraña en mitad de la noche y este silencio son muy buenos para la lectura. Avanzo mucho en Pops, la biografía de Louis Armstrong escrita por Terry Teachout, que se publicó el año pasado con muy buenas críticas. Teachout, que es o ha sido músico, escribe muy bien, con mucha sensibilidad para la música pero sin tecnicismos eruditos, con una comprensión muy aguda y a la vez muy cordial de un hombre tan complicado como Armstrong. No es uno de esos biógrafos de los que decía Borges que, fascinados por los cambios de domicilio, no prestan atención a la vida interior de sus personajes. Leyéndolo me han dado ganas de volver a Stachmo, la autobiografía de Armstrong, que es uno de los mejores libros de memorias que conozco, con algo del Lazarillo y de Huckleberry Finn.
Satchmo termina hacia 1921, cuando el joven Louis Armstrong, que casi nunca había salido de Nueva Orleans, se baja del tren en la estación de Chicago, un muchacho pobre amedrentado por el fragor de la ciudad gigante en la que su maestro Joe King Oliver le había ofrecido trabajo como trompetista.
Se me cierran los ojos cuando ya clarea en la ventana, y cuando vuelvo a abrirlos pienso que han pasado unos minutos y son las dos de la tarde. Al incorporarme el libro se cae al suelo. Me viene entonces a la memoria un detalle que debí de leer justo antes de quedarme dormido: cuando Louis Armstrong, que de niño nunca había ido a la escuela, empezó a ver por la ventanilla del tren los rascacielos de Chicago, conjeturó que todos ellos debían de ser universidades.