En la última carta que escribió en su vida, un año antes de morir, Saul Bellow se acordaba de unas sandalias que su madre le había comprado cuando tenía seis o siete años, y que le gustaban tanto que las untaba con mantequilla para mantener fresco y flexible el cuero del que estaban hechas. Qué asombroso cómo todo se resume en un par de sandalias de cuero, dice Bellow en la última línea, antes de la despedida. Quizás uno de sus últimos pensamientos o recuerdos antes de perder la conciencia sólo un año después tendría que ver con esas sandalias en las que se resumía su infancia: la cercanía de la madre que iba a morir muy poco tiempo después y el amor de un niño pobre por un pequeño regalo conseguido después de haberlo mirado mucho en un escaparate. En 2004 Saul Bellow era un anciano que vivía retirado en una zona rural de Nueva Inglaterra y tenía una esposa muchos años más joven y una hija de cinco años. La veía jugar cerca de él cuando escribía esa última carta y pensaba que la niña era más pequeña de lo que él había sido cuando se quitaba cuidadosamente sus sandalias de cuero antes de acostarse. Casi nonagenario ahora, sin proyectos de nuevos libros ni de viajes, quizás le dio tiempo a disfrutar una serenidad y un desahogo que no había tenido nunca en su vida, desde que empezó a hacerse adulto en los duros barrios de emigrantes del Chicago de la Gran Depresión, cuando devoraba uno tras otro los libros retirados de la biblioteca pública al mismo tiempo que estudiaba y que intentaba buscarse la vida trabajando en cualquier oficio que se presentara. La mezcla de entusiasmo y penuria de aquellos tiempos iba a alimentar siempre su imaginación y a determinar su actitud hacia el mundo: perseguir contra viento y marea aquello que uno desea o a lo que considera que tiene derecho; pelear si es preciso para que a uno no lo pisen y no dejar ninguna ofensa sin respuesta para ser respetado.
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