La Morgan Library es uno de mis lugares favoritos de Nueva York. Digo lugares, no museos. A la Morgan Library uno viene para estar, para pasar el tiempo, no sólo para ver una exposición, aunque todas sean excelentes. Hace uno años el arquitecto Renzo Piano diseñó una ampliación admirable, muy discreta y a la vez muy poderosa, creando un espacio central de luminosidad y sosiego, con maderas claras, acero, cristal, líneas puras que lo acogen a uno y lo guían con inteligencia, casi con cortesía, hacia los salones del antiguo edificio, con su solemnidad de mármoles, y hacia salas nuevas de exposición, o hacia la cafetería, o el restaurante. En un patio de suelo de madera y muros y techo de cristal hay un gran ficus y unas cuantas mesas blancas en las que uno puede sentarse para tomar un café o para no hacer nada, sólo disfrutar de un silencio en el que se filtra como desde la lejanía el rumor del tráfico en Madison Avenue.
He venido esta mañana gris y con un atisbo de lluvia a ver una exposición de dibujos de Degas. Pero me encuentro otra de cartas, manuscritos y fotografías de Mark Twain, y una más de los primeros dibujos pop de Roy Lichtenstein, los que hizo en los años sesenta, recién liberado de la ortodoxia para él opresiva del expresionismo abstracto. En la Morgan Library uno se da cuenta de que casi todo es una cuestión de escala: esos dibujos de Degas, esos bocetos en los que el lápiz apenas roza el papel, ese pequeño cuaderno que llevaría en el bolsillo y en el que apuntaba cosas que veía por la calle, en un lugar menos íntimo no podrían apreciarse. Hay una hoja de un cuaderno en la que Degas, con menos de 20 años, dibujó uno de sus propios ojos, una mano posada en lo que parece el filo de un mesa. Hay otra a la vez precisa y etérea en la que se ve una silueta femenina modelada sobre todo por lo que no está: por el contraste entre una mancha de acuarela y la superficie no tocada del papel, por el juego de claridad y de sombra. Me gusta ver la firma, con una caligrafía tan bella, en tinta roja, en el ángulo inferior de la hoja, tan simple, Degas. Degas es tan importante en la genealogía del arte moderno como Cézanne: pero también es un vínculo con lo mejor del pasado, porque estudió dibujo con un alumno de Ingres. Se me va no sé cuánto tiempo mirando el retrato de espaldas de un contrabajista en la orquesta de la ópera, un dibujo a lápiz en el que está entera una presencia humana, y también la tensión y el fluir de la música.
Hay público, pero no multitud. La luz gris de la mañana desciende por las cristaleras de Renzo Piano, en las que se recortan los pináculos de la torres de ladrillo de Madison Avenue. El breve recorrido entre Degas y Mark Twain es un tránsito de un mundo a otro. En la Morgan Library siempre tiene una presencia muy intensa la palabra escrita, impresa o a mano, la caligrafía rápida de las cartas, los cuadernos de diarios, las hojas de manuscritos con correcciones y tachaduras. Mark Twain escribía con grandes rasgos enérgicos que le recuerdan a uno la agitación de su pelo blanco o de sus altas cejas bravías. En los cuadernos en los que fue escribiendo el diario de su viaje alrededor del mundo está todo el desprecio que le provocaba la hipocresía y la crueldad de los colonizadores europeos en África y Asia, la compasión hacia los nativos esclavizados y muchas veces torturados y exterminados en nombre de la civilización y el progreso.
Mark Twain era un entusiasta de las nuevas tecnologías: hizo amistad con Edison, y le permitió que le grabara la voz en uno de sus cilindros de cera; también tuvo muy pronto una secretaria mecanógrafa a la que le dictaba novelas y artículos. Crecía que el progreso tecnológico podría mejorar la vida de la gente y a la vez desesperaba de la condición humana, de la propensión a la crueldad y al oscurantismo. Era tan moderno que usó para escribir el gran adelanto de las primeras plumas estilográficas, que no necesitaban tintero porque llevaban dentro su carga de tinta. En una vitrina pueden verse las últimas gafas que tuvo y su última estilográfica. Las gafas son de cristales ovalados, de montura de acero o alambre. La pluma le hace a uno imaginar los dedos que la sostendrían, haciéndola correr muy rápido sobre una hoja de papel, la mancha de tinta que quedaría en el pulgar y el índice.