Qué gusto, suspender el trabajo en este trabajo que no se acaba nunca, aunque tantas veces parezca que no es trabajo, cerrar el ordenador a las 8 y media de la tarde un domingo para preparar algo de cena, con cierta prisa, porque después hay en la tv una película que me apetece mucho ver, Fellini 8 1/2. Unos boquerones abiertos, enharinados y fritos, de carne consistente y sabrosa, una ensalada de lechuga, aguacate, queso blanco, aceite virgen de oliva del que nos regalaron en Úbeda la semana pasada. Y después al cine, deprisa, para no perderse el comienzo, esas primeras imágenes angustiosas del hombre, el director de cine, Marcello Mastroianni, atrapado en un atasco, en el interior de un coche, casi ahogándose en humo, escapando al vuelo de un sueño.
8 1/2 no es la película que más me gusta de Fellini, ni mucho menos, pero cuánta poesía tiene cuando uno la ve con atención, cuanto talento visual en cada plano, en cada espacio de la infancia agrandado por la inexactitud del recuerdo: esa playa por la que corren los niños, explorando restos de fortificaciones militares, esa casa familiar de grandes cámaras con vigas de madera y zonas de penumbra en las que arde una vela o una lámpara de petróleo, o en las que se filtra una luz por debajo de una puerta, en el dormitorio donde los niños acostados se cuentan historias de miedo. O la estación de ferrocarril a la que llega una locomotora, con la silueta de un cura perfilándose en el andén, con grandes carteles de publicidad italiana en las paredes.
A Fellini, en esta película, ya lo tienta el barroquismo, la desmesura que tiene algo de parodia del propio estilo; también una cierta palabrería existencial de los años sesenta, la crisis del director de cine que entra en la madurez y siente el vértigo de las obligaciones excesivas, de las responsabilidades profesionales y sentimentales de las va huyendo con marrullería y embuste, refugiándose en las ensoñaciones de la infancia, en los recuerdos o los sueños de un padre al que acompaña con ternura en su regreso al cementerio. Ser feliz es contar la verdad sin hacer daño a nadie, dice Guido, el director de cine, que se enamora de las mujeres y quiere escaparse de ellas, igual que escapa de la esposa irónica y llena de paciencia. En la vida real la esposa era Giulieta Masina, y en la película es Anouk Aimé, que tiene una arrebatadora belleza moderna de los años sesenta, con el pelo corto, las gafas, los ojos rasgados, el fumar pensativo.
Y esa música de Nino Rota, que se transmuta igual en adagio tristísimo que en pachanga de circo, y que nos sigue acompañando cuando ha terminado la película al apagarse el foco en una pista de circo y en la negrura empiezan a deslizarse los títulos de crédito. Me acuerdo de unos versos de Antonio Machado: “De toda la memoria sólo vale/el don preclaro de evocar los sueños”.