Apuntes de viaje

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1.-Pasado Bailén se descubre de pronto desde un punto elevado de la carretera toda la amplitud del valle alto del Guadalquivir: la tierra de un color claro, entre de arcilla y caliza, las ondulaciones sucesivas de las colinas de olivares, y al fondo la línea azul de las sierras, de un extramo a otro del horizonte: la sierra de Segura, la de Cazorla, la de Mágina, todo envuelto en una ligera bruma azulada, virando al verde opaco de las copas de los olivos. Una presión de congoja y casi dolorosa expectativa en el pecho: ya estamos a punto de llegar.

2.-La primera visión, al doblar una esquina, de la plaza de San Lorenzo, la plazuela, como decíamos de niños, o más exactamente la prazuela. Las fachadas y los balcones de las casas cerradas, y al fondo la mía, la de mis abuelos, la de mis padres, ahora la de mi madre, que vive sola en ella una gran parte del año, una mujer de ochenta años sola por propia voluntad en una casa con tantas habitaciones vacías, más habitada de ausencias que de presencias; la ausencia de los que andamos lejos y venimos de tarde en tarde; la mucho más numerosa que los que ya no están en el mundo. Llamo al timbre y me acuerdo de cuando había que golpear un llamador.

3.-Mi madre, más lenta pero con la cara redonda igual de joven, con el pelo muy blanco y muy bien peinado, porque fue esta tamañana a la peluquería, uno de sus preparativos para recibirnos. También ha preparado un cocido, una ensalada de lechuga y de rábanos, una botella de vino que le han recomendado en la tienda, un plato de jamón, un plato de aceitunas de la tierra, un cuenco de espinacas fritas, otro de maravillosos pimientos asados en aceite, otro de berenjenas en vinagre, una gran fuente de fruta. Inma, Elvira y yo venimos hambrientos del viaje, y ella nos mira comer, no sin cierta aprensión: “Parece que os habeis quedado con hambre”.

4.-Arturo y Elena llegan de Granada para estar con nosotros, los dos con sus portátiles cargados de obligaciones: Arturo tiene que traducir y subtitular un documental sobre el arquitecto Philip Johnson, Elena un árido prospecto médico sobre no sé qué diagnósticos de enfermedades del corazón. Arturo está contento porque al grupo con el que ha empezado a tocar la guitarra, Pájaro Jack, le dieron un premio la semana pasada en un concurso de pop rock en el Puerto de Santa María.

5.-En la plaza de Andalucía, antes del general Saro, en alguna de mis novelas del general Orduña, tomando algo en una terraza con mis amigos Manolo Madrid y Ramón Beltrán, cerca de la estatua hueca de bronce atravesada de disparos. Queda algo de sol en la torre del reloj y en los tejados, pero hace demasiado fresco para estar del todo a gusto: un aire casi frío de octubre, con nubes cárdenas sobre el extraño pináculo de piedra de la iglesia de la Trinidad. Ramón y Manolo son ilustrados divididos, como suele ser el caso, entre el entusiasmo y el desaliento: entusiasmo por disfrutar haciendo las cosas que les gustan, entre ellas la lectura y el servicio público, desaliento por la magnitud de la crisis y de la chapucería política, de los errores ya difícilmente reparables, de las oportunidades perdidas y el dinero tirado.

6.-Después de la presentación de la novela de Elvira se me acerca un hombre de pelo muy negro y rasgos campesinos que me estrecha cálidamente la mano y me dice: “¿Te acuerdas de mí?”. Sé que lo conozco, pero no puedo acordarme. Caigo en cuanto me dice su nombre: “Pedro Ráez, tu vecino de la plazuela. ¿No te acuerdas de todo lo que jugábamos por allí? Un día nos peleamos y ya no nos volvimos a hablar”. “¿Nos peleamos? Se me había olvidado. Me acuerdo bien de que éramos muy amigos pero no de que nos hubiéramos peleado. ¿Y por qué fue?” Pedro me mira y sonríe, con burla, con cierta pena, más de cuarenta años después: “Yo tampoco me acuerdo.”

7.-Mis tíos; mis amigos del Instituto; sus caras jóvenes indelebles superponiéndose a las marcas de la edad, o trasnparentándose bajo las veladuras del tiempo. Mis tíos con sus nombres comunes de gente trabajadora de otra época: Luis, Nicolás, Manolo, Pedro, María, Juani, Paquita, Antonio, Paula, Juan, Catalina, la otra Paquita. Y mis primos que eran niños cuando yo me marché y ahora son hombres y mujeres que tienen hijos pequeños. Los amigos fieles y discretos, que no hacen exhibición de una amistad verdadera, a diferencia de otros, que hacen ostentación de ella sin haberla tenido. Mi amigo Antonio Madrid, veterinario y biólogo, con Lola siempre a su lado;  mi amigo Rufino, Rufo, olivarero y profesor de Instituto, que me inspiró un personaje, Floro Bloom, aunque él es mejor personaje por sí mismo; mi amigo Jerónimo Sánchez, maestro, hijo de hortelano, compañero de banca en el Instituto. Y Luis Molina, que ha venido de Córdoba con sus hijas y una nieta llegada de Kazajastán, y Antonio González y su club de lectura, la trama sutil de los afectos y de los libros. Luego paseamos por los callejones desiertos casi a las dos de la madrugada, y los pasos sobre el empedrado parecen resonar no en el silencio sino en el tiempo.

Antonio Muñoz Molina
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