El que va a marcharse

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He terminado por fin “¡Tierra, tierra!”, de Sándor Márai. Leía unos capítulos, dejaba el libro, por otras obligaciones o tentaciones de lectura, volvía a él, releyendo las páginas anteriores, alguno de esos breves pasajes que unas veces son como fábulas y otras como ensayos o como poemas separados entre sí. El libro empieza en la primavera del 45, con el avance sobre Hungría de los ejércitos soviéticos, el sitio de Budapest y la retirada de los alemanes, y se extiende hasta 1948, cuando los comunistas dirigidos desde Moscú ya se han instalado plenamente en el poder y la vida se va volviendo poco a poco irrespirable. Hungría fue uno de esos países que hubo de sufrir la broma macabra de la entrega a Stalin de la mitad de Europa, a cambio de su ayuda a los aliados occidentales para vencer a Hitler. No sólo le entregaron territorios, países enteros: también Churchill y Roosevelt  le devolvieron a la fuerza a cientos de miles de refugiados rusos que había huido de los alemanes o habían sido hecho prisioneros por ellos; el destino de esas personas que podían ser un peligro porque habían visto como era la vida en occidente fueron los campos de trabajo en Siberia.

En el verano de 1948 Márai solicitó un pasaporte sabiendo que si tardaba un poco más ya no podría salir nunca de su país. Probablemente también imaginaba que si se iba no volvería nunca. “Comprendí que tenía que irme del país, no sólo porque no me dejaban escribir libremente sino en primer lugar y con mucha más razón porque no me dejaban callar libremente”. Un día, paseando por su querida ciudad, pasa junto al edificio con ventanas enrejadas donde ahora se ha instalado la policía secreta. Lo que siente no es exactamente miedo, sino algo más insidioso: “Me detuve en una esquina , y de pronto, como si hubiese notado una sensación de vértigo, no supe continuar, qué dirección tomar(…) Pues todos los caminos conducían al mismo sitio, a un lugar donde no había libertad. En cada esquina me esperaba la misma trampa, la trampa del engaño y la violencia. Podía entrar en una tienda, consciente de que allí nadie se dedicaba a las tareas del comercio, sino que cumplía las órdenes oficiales del engaño. Podía cruzarme con un conocido y éste podía hablar conmigo, pero mientras charlásemos yo habría pensado que me estaba diciendo otra cosa, con rapidez pero midiendo sus palabras, sin dejar de mirar alrededor para ver quién nos estaba escuchando o quién estaba oyendo lo que me revelaba en confianza. Podía dirigirme hacia la derecha o hacia la izquierda por las calles de la ciudad, una ciudad cuya cartografía externa e interna conocía bastante bien, pero entones todo lo que me resultaba familiar en ella parecía estar cubierto por una sombra(…)


Me invadía una sospecha que nunca había albergado. La sospecha de que allí había algo peor que la violencia. La sospecha de que me rodeaba no simplemente el terror organizado, sino un enemigo mucho más peligroso, del cual era imposible defenderse: la estupidez. ¿Qué ocurriría(y la idea me asustó de verdad) si alguien dijera de repete que todo lo que se estaba preparando, todo lo que allí se estaba realizando, no sólo era mezquino y cruel, sino también profunda y desesperadamente superfluo y estúpido? Esa perspectiva me dejó perplejo. Nunca me había atrevido a pensarlo. Vivía entre individuos que habían aprendido de memoria y que repetían sin cesar que la Idea era una, eterna e indivisible. La persona que cree en un solo libro es siempre peligrosa. Es el tipo de persona que se enfrenta a los problemas de la vida sin flexibilidad interna, basándose únicamente en rígidas suposiciones”.

En su última noche en Budapest -la última en toda su vida- Márai cena con un viejo amigo con el que sí puede hablar sin miedo. Salen del restaurante y comprenden que no volverán a verse. “Nos despedimos en la esquina de la calle, en medio de la noche. Para decirnos adiós, nos pedimos perdón mutuamente: él por quedarse y yo por irme”.