Sesión de cine

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Para tranquilizarme después de un día algo confuso, de esos en los que uno, sin hacer gran cosa, se siente exhausto, un poco perdido, acudo a un remedio acreditado: dos dedos de whisky de malta con dos o tres cubitos de hielo y una sesión de cine clásico, este noche “Human Desire”, de Fritz Lang, con Glenn Ford, Gloria Grahame, Broderick Crawford. Sería una de las últimas películas que hizo Fritz Lang antes de volverse a Alemania. La historia viene de una novela de Zola, “La Bête Humaine”, pero es puro Hollywood del clasicismo en blanco y negro, con sus sombras de fatalidad y sus estereotipos que consiguen a veces la nobleza de arquetipos, de modelos de caracteres y comportamientos humanos: la mujer atractiva y peligrosa, que revela de pronto un sufrimiento en carne viva que la hace más deseable, el hombre recto que se deja atraer y perder por ella, el marido tosco y borracho, todos ellos heredados de los repartos de las novelas de James M. Cain.

Qué abstracto era ese cine: el blanco y negro ya lo alejaba de la realidad, dándole un punto de rigidez arcaica, como los estrictos códigos morales que obligaban a omitir cualquier referencia sexual. En esta película no hay nombres de lugares: hay trenes, magníficas locomotoras art-déco de la edad de oro de los ferrocarriles, muy poco antes de que los coches y los aviones los empujaran a la quiebra; hay una ciudad a la que huyen los personajes y que tal vez es Nueva York, pero de la que sólo se ve una ventana en la que está lloviendo, un plano de un rascacielos que tal vez es el Empire State; hay silbidos de trenes, haces de vías, túneles hacia los cuales avanza la mirada como hacia la negrura de la perdición. Hay un bar, hay interiores de vagones en los que las figuras parecen por momentos tan estáticas como en un cuadro de Hopper: esa mujer con un sombrero, delante de una ventanilla por la que discurre un paisaje. Un hombre sale de un bar tambaleándose y otro que lo acechaba en la sombra camina tras él entre los largos trenes detenidos en vías muertas; una mujer se ofrece a sí misma como una doble tentación de deseo y de crimen. Estereotipos, desde luego, pero también arquetipos. Ese hombre solo que deambula de noche atenazado por la culpa de un hecho atroz que todavía no ha cometido ya lo había retratado Fritz Lang muchos años antes, en Berlín, en otro estudio de cine, antes de que la bestialidad de los nazis le forzara a huir de un espanto mucho más grave que el de las películas.