Despertar con lluvia: qué alivio que septiembre parezca septiembre. La lluvia y la luz gris de la mañana hacen más hospitalaria la casa. Hay que salir con chaqueta, con paraguas. Bajo el paraguas voy caminando hasta la galería Ivory Press, en el lado oeste de la Castellana, donde he quedado con mi amigo Ángel Jaramillo para ver la exposición de Buckminster Fuller. Cuarenta minutos a buen paso, por la ciudad sumida en el otoño de la noche a la mañana. Ángel es un arquitecto joven y solvente que tiene un talento especial para hacer muy bien las cosas y para no llamar la atención sobre sí mismo. Cuando nos íbamos a mudar a la casa en la que vivimos ahora, la planta medio de sótano era una confusión agobiante de cocina sombría, mezquinos trasteros, cuartos del plancha, cuartos de criadas más mezquinos todavía, con olores y manchas de humedad. Ángel lo convirtió todo en un espacio diáfano y volcado hacia el jardín en el que hay una biblioteca con el techo de cristal, una cocina ancha y acogedora que incluye el comedor, dos cuartos de trabajo contiguos en los que Elvira y yo nos pasamos la vida escribiendo, escuchando música, mandándonos recados entre el uno y el otro. Ángel es también responsable, con su socio Miguel, de los espacios de librería y sala de arte que componen Ivory Press, y del estudio en Madrid de Norman Foster. La galería tiene una amplitud espacial como de almacén neoyorquino, y no da la impresión de estar bajo tierra. Le celebro a Ángel una escalera empinada que comunica la zona de exposiciones con la librería y se encoje de hombros: “Todo vino dado por la necesidad”.
La exposición es una declaración de amor de Norman Foster a su maestro estrambótico y visionario, Buckminster Fuller: hay dibujos, planos, maquetas, películas, fotografías, portadas de revistas. Hay un prototipo en tamaño real y pintado de un verde magnífico del coche futurista inventado por Fuller en 1933, el Dymaxion. Muchos años antes del movimiento ecologista Buckminster Fuller había inventado la idea de la sostenibilidad: también la metáfora tan poética y tan exacta del planeta Tierra como una nave espacial, Spaceship Earth. Su yerno, Robert Snyder, enumeró así algunos de sus talentos: “Un navegante, un maquinista, un hombre activo, un estudioso de tendencias, un editor técnico, un hombre de negocios, un ángel, un conferenciante, un crítico, un elemento azaroso, un verbo, un diseñador de todo, un inventor, un ingeniero, un cartógrafo, un filósofo, un poeta, un coreógrafo, un visionario, un científico, un matemático, un piloto de aviación, un teniente de navío, un genio bondadoso, un geómetra, un pensador a su aire, un revolucionario benévolo, un antiacadémico,un afable lunático, un profeta…” Yo lo imagino como uno de esos 36 justos que según la mística judía salvan el mundo en cada generación, o un boddhishatva del budismo, una de esas personas que irradian indiscriminadamente el bien, como Martin Luther King, o Francisco Giner de los Ríos, o el doctor Fleming, o Ramón y Cajal; en otro orden de experiencia, como Paul Klee, Louis Armstrong, Pepe de la Matrona, Ella Fitzgerald.
En la exposición me saluda un hombre muy efusivo al que reconozco antes de que me diga su nombre: Juan Navarro Baldeweg, que también cultiva talentos diversos, porque además de buen arquitecto es un excelente pintor y un ensayista. Hablamos un rato: me cuenta que por la tarde inaugura una exposición de pintura en la galería Marlborough, y me invita a asistir a ella. Nos despedimos y salgo a la calle con Ángel, los dos vigorizados por la exposición, y por la brisa fresca que ha sucedido a la lluvia. Caminamos juntos de vuelta: yo hacia mi casa, Ángel hacia su estudio. Me cuenta que su hijo Rafaelito ha empezado a ir a la guardería, y que le gusta verlo desde fuera cuando va a buscarlo, antes de que el niño lo haya visto a él, confundido con los otros niños. Pero más aún le gusta el momento en que Rafaelito lo ve y da un salto y sale corriendo hacia él. Andando a paso rápido me habla de la novela de Elvira, que acaba de leer: ha observado que los capítulos que suceden en el pueblo de los veraneos infantiles todo se vuelve mucho más sensorial: visual, táctil, olfativo, sonoro. Como a solas en casa, porque Elvira está de viaje. Me siento a ver el telediario mientras tomo un café y a los pocos minutos ya he apagado el televisor, en medio de la cansina sucesión de tonterías de políticos. Leo con alegría el artículo de Álvarez Junco sobre Santos Juliá. Hojeando el resto del periódico se me cierran los ojos y cuando vuelvo a abrirlos he dormido una siesta sabrosa de unos veinte minutos. Contesto cartas, leo un libro de Fuller escuchando en la radio una sucesión magnífica de cuartetos de cuerda: Haydn, Shostakovich, Ravel. A las ocho estoy en la puerta de la galería Marlborough y hago de tripas corazón para vencer la timidez y empujar una puerta de cristal más allá de la cual se ve una multitud de asistentes a la inaguración. Me saluda una señora morena, muy amable, con una cara que me parece conocida: es Marta Cerezales, hija de Carmen Laforet. Estrechar su mano me conmueve. En los pómulos y en los ojos se parece a su madre. Navarro Baldeweg atiende como puede a tanta gente que se acerca a saludarle. Una serie de cuadros sobre el tema casi inmemorial del artista en su estudio me gustan mucho: entre figurativos y abstractos, con perspectivas en picado que subrayan la presencia de la arquitectura. Las siluetas, las franjas de color, las líneas geométricas, me recuerda algo al último Matisse, que es el que más me gusta. Habrá que volver cualquier otro día para verlo todo más despacio. Me marcho al cabo de un plazo decoroso. Al final de la calle Génova el cielo nublado es un telón en el que se extinguen las claridades rojizas y violetas del atardecer. El aire fresco me levanta todavía más el ánimo. En el metro una mujer atractiva de mediana edad lee un libro que se titula “Teoría del color”, y un chico con aire de coleccionista ensimismado va sacando uno por uno de una bolsa de plástico los elepés de música pop de los años sesenta que sin duda acaba de comprar, muy echado hacia adelante, impaciente por llegar a casa y ponerse a escucharlos.