Una oquedad desconocida de la historia española se abre en la penumbra de una sala de la Biblioteca Nacional; una oquedad como de una casa casi del todo a oscuras, una habitación clausurada en la que huele a polvo y a esos olores que nos repelían cuando nos aventurábamos de niños a empujar las puertas de pajares y desvanes en los que se guardaban cosas olvidadas, baúles que no había abierto nadie en mucho tiempo, con ropas y papeles viejos, manchados no se sabe de qué, mordidos por la carcoma y los ratones, parcialmente podridos por la humedad. Llego desde la claridad excesiva de la mañana de verano y los ojos tardan en acostumbrarse a la luz escasa, gradualmente opresiva, como el espacio demasiado estrecho, interrumpido por columnas: casi podría oler el papel viejo de los libros, que a veces tiene manchas de humedad en los márgenes, el cuero muy gastado de las encuadernaciones, si no fuera por las vitrinas en las que están guardados, en las que se exponen con esta iluminación tenue, después de haber permanecido ocultos durante siglos, en algunos casos cuatro siglos enteros.
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