Una imagen que se ve con cierta frecuencia en Nueva York empiezo a verla ahora de vez en cuando en Madrid: una mujer o un hombre con aire de jubilado pobre y relativamente digno camina a solas por la calle o por un corredor del metro. Mira a un lado y a otro con gesto furtivo, queriendo asegurarse de que nadie lo ve, y se pone a urgar en una papelera llena, en un contenedor de basura, y en seguida guarda algo en la bolsa de plástico que llevaba consigo, y vuelve a caminar al mismo paso que antes.
En el metro de Nueva York había un hombre a mi lado esperando tranquilamente el tren. Un hombre no muy mayor, de aspecto respetable, aunque no próspero, con ese grado de ensimismamiento que tiene allí la gente solitaria y más o menos desequilibrada. Lo perdí de vista y un momento después volví a verlo y era como si se hubiera convertido en otro: buscaba con las dos manos inclinado sobre un contenedor, con la misma urgencia con que un perro escarba con las patas delanteras y hunde el hocico en un montón de basura. Un momento después estaba comiéndose con los dedos los restos de un envase de comida preparada, ajeno como un animal a la gente que esperaba el tren a su alrededor, y que fingía no mirarlo.