Qué haría uno sin los regalos del azar. Vamos a comer a una casa en la playa de Berria, donde veranea un amigo, y al despertar de una siesta breve y profunda en el sofá curioseo por hábito los libros de una pequeña estantería. El ritmo lento del mar y la brisa húmeda vienen por los ventanales abiertos y me han acompañado suavemente mientras dormía.Entre los libros hay uno que me llama la atención: el último volumen de los diarios de Sándor Marai, que cubre los años finales de su vida, entre 1984 y 1989. Sándor Marai es uno de esos escritores a los que uno está siempre a punto de leer y no lee, no sabe por qué. Por que no se da la ocasión, porque siempre hay otras lecturas. Me llevo el libro al sofá y lo abro al azar y a la primera línea me estremece. Es el diario de un hombre que tiene delante la última vejez y la muerte, que ve morir lentamente a la mujer con la que ha vivido sesenta y dos años, que está medio ciego y a penas puede pasear por la calle pero que va en un taxi a una tienda de armas y compra una pistola para quitarse la vida cuando ella haya muerto y ya no lo necesite. Cada día al despertar noto el regusto de la muerte en la boca. No se parece a nada, es como un aperitivo crudo.
Le pido el libro prestado a mi amigo y ya no me separo de él. Lo comparto con el Quijote: al final de su vida, con algo de vista en un solo ojo, Marai lee el Quijote y dice que es la novela más hermosa del mundo. Él mismo es el cronista de su propia decrepitud, de su aproximación a la nada. Frente a una escritura así sólo cabe el respeto, el sobrecogimiento, el silencio. En cuanto vuelva a Madrid buscaré los demás volúmenes de sus diarios. Y pensar que este libro, que ahora me importa tanto, hace dos días era inexistente para mí, y no habría llegado a mis manos sin el azar de ese viaje y esa comida en la playa.