En una habitación con una cama y un pequeño escritorio y en un jardín que incluía un huerto de verduras y frutas pasó Emily Dickinson la mayor parte de su vida. Desde la ventana, en el piso alto de la casa, veía el jardín y más allá los prados cercanos y un bosque. De un espacio de dimensiones tan breves y de un universo humano que no pasaría de una docena de personas -algunas de ellas frecuentadas tan sólo por correspondencia- extrajo los materiales para un universo poético de una originalidad y una hondura que no se agotan nunca por mucho que uno las explore. Emily Dickinson vivió cincuenta y seis años sin salir casi nunca de un pueblo de Nueva Inglaterra cuyo aislamiento nosotros no somos capaces de calibrar. Su contacto con el mundo exterior más allá de las escasas lejanías de su jardín era el correo. Escribía cartas en las que muchas veces incluía flores prensadas cuidadosamente y poemas. En las cartas, como en los versos, el microcosmos de lo más cercano adquiere la amplitud misteriosa que encontrábamos en los mapamundis los niños fantasiosos de otras épocas. Cuando era joven y todavía aceptaba un cierto grado de vida social la letra de Emily Dickinson tenía largos rasgos cursivos que se encabalgaban románticamente los unos sobre los otros. Según se hizo mayor y más solitaria, la escritura se vuelve angulosa y sin adornos, las letras muy separadas entre sí, con una sugerencia de espacios en blanco y de palabras sincopadas, un despojamiento entre de epigrama japonés y telegrafía de los secretos del alma. Terminaba las frases y los poemas no con un punto sino con un guión: como para alertar de una continuidad posible, y también de la dificultad de decir, el guión como un dedo índice que apunta hacia lo que no se ha dicho. Cuando escribía a lápiz y no a pluma la sensación de cautela es todavía mayor: el lápiz sólo roza el papel, no lo empapa de tinta. Lo que el lápiz escribe parece que no quiere imponerse sobre la superficie blanca. […]
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