No sé cómo encontré por primera vez el camino hacia el Retiro y la Feria del Libro de Madrid. Era en 1970. Como fui a la escuela en los tiempos anteriores a la pedagogía tengo buena memoria para las fechas y por lo tanto puedo situar con precisión los recuerdos. Era la primera vez que viajaba a Madrid, la primera vez que había subido a un tren, que había pisado el territorio fantasma de las estaciones a medianoche, con sus relojes iluminados y sus luces rojas señalando la frontera de la oscuridad al final de los andenes. Viajaba con mis abuelos maternos, que tenían el proyecto de visitar la Feria del Campo, El Escorial y el Valle de los Caídos, de pasear por el Retiro, poner una vela al Cristo de Medinaceli y tomar cañas con gambas en una taberna al parecer legendaria que se llamaba El Abuelo. En la taberna del Abuelo, decía con admiración la gente de mi provincia cuando volvía de Madrid, se consumían tantas gambas que los pies se hundían entre las peladuras crujientes y hacía falta un esfuerzo heroico para abrirse paso entre los joviales bebedores de cañas. En todo lo que contaban de Madrid había un esplendor que intrigaba mucho al niño gatuno que rondaba las conversaciones de los mayores. El Cristo de Medinaceli era el más milagroso, el Retiro contenía un bosque y una extensión de agua que podía parecerse al mar, en el Valle de los Caídos estaba la cruz más alta del mundo, en la plaza de Las Ventas sólo triunfaban las grandes figuras del toreo, las gambas frescas y la cerveza espumosa del Abuelo no tenían comparación. Mandaban postales y en ellas el cielo de Madrid sobre la Cibeles y la perspectiva de la calle de Alcalá o sobre las torres de la plaza de España tenía un azul más puro que el de los mares de los mapas. […]
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