Un santuario para Mark Rothko

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En un teatro algo desastrado de la periferia de Broadway los rojos y los negros de algunas de las pinturas más sombrías de Rothko vibran casi como lienzos reales. Son copias, facsímiles, invocaciones logradas gracias a efectos de oscuridad y de luz, pero tienen una presencia tan severa como Alfred Molina, que durante hora y media monologa y se mueve sobre el escenario o se queda quieto en el interior del hechizo de sus propias visiones, fumando delante de una pintura inacabada como delante de un muro o de una puerta a medio abrir, compartiendo sus rachas de desaliento o fervor con un asistente joven al que apenas ve aunque lo tiene junto a él en su estudio. Alfred Molina, con gafas, con la cabeza rapada, sin rastro de acento británico, es Mark Rothko en torno a 1957, en un estudio de la calle Bowery, que en aquella época era una cochambre de hoteles ínfimos y borrachos tirados por los portales, bajo la sombra y el clamor metálico de un tren elevado. Llevaba años siendo un pintor respetado pero ahora acababan de hacerle un encargo que multiplicaría su fama estableciendo para siempre su cotización como pintor: una serie de murales para el restaurante de un nuevo edificio en Park Avenue, el Seagram, que tenía algo de afirmación radical de modernidad. […]

Seguir leyendo en EL PAÍS 10/04/2010

Antonio Muñoz Molina
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