La muerte de alguien empuja el tiempo de su vida hacia el pasado. Cuando uno va cumpliendo años, ese pasado de los que se han ido empieza a ser el suyo. Con cada muerte sucesiva una parte de la propia vida se va quedando más lejos, y uno descubre con gradual estupor que tiene recuerdos muy claros de cosas que para muchos otros, más jóvenes que él, están al otro lado de la frontera misteriosa del nacimiento. Yo no conocí ni a Jordi Solé Tura ni a Pedro Altares, pero sus dos muertes tan cercanas entre sí me han removido la memoria de los tiempos en los que era muy joven y encontraba sus nombres en las revistas del antifranquismo y la transición, el uno en Triunfo, el otro en Cuadernos para el Diálogo, y luego en la actualidad política de aquellos tan convulsos, tan mal recordados. […]
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