El sabio y los primitivos

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Las teorías científicas no se descubren?, dice Juan Luis Arsuaga, con su mejor sonrisa. “Las teorías científicas se inventan, igual que se inventan las historias de ficción. Y la zona de la corteza cerebral que se activa con la invención de una hipótesis científica es la misma en la que se originan las metáforas”.

En una sala de conferencias llena de público, de pie ante una pantalla de proyecciones, apoyado en un atril sobre el que hay un ordenador portátil, Juan Luis Arsuaga, miembro del equipo eminente que lleva tantos años asombrando al mundo con los hallazgos paleontológicos de la Sierra de Atapuerca, empieza a hablar y no tiene el tono de un profesor, sino el de un narrador de historias, uno de esos contadores de cuentos que existen siempre en las comunidades primitivas y que probablemente ya ejercían su oficio mágico y necesario en los tiempos en los que aún estaban frescas las pinturas de Altamira. En cada narración hay una parte de hipnosis: lo sabe el padre que le cuenta un cuento a su hijo pequeño en la penumbra de un dormitorio, y lo sabe también, o debe saberlo, el que se sienta a escribir o a leer, queriendo suspender temporalmente la realidad del mundo para sustituirla por la que sugieren sus palabras. Juan Luis Arsuaga, en una sala de conferencia equipada para la traducción simultánea, manejando en el ordenador portátil sus proyecciones de Power Point, nos pide que imaginemos que estamos no en este lugar sino en la entrada de una cueva, alumbrados por una hoguera y no por las luces fluorescentes del techo, que debiéramos hacer que se borrara sobre nuestras cabezas para que se vieran las estrellas.

Como las historias que todavía cuentan los llamados primitivos actuales, el relato de Juan Luis Arsuaga es una fábula sobre los orígenes, sobre el principio del mundo y el de nuestros antepasados. Nos enseña fotografías alucinantes de la sima de una cueva, en la que se han encontrado los esqueletos fragmentarios y fosilizados de treinta y dos individuos pertenecientes a una especie que vivió hace cuatrocientos mil años y que ya se parece mucho a la nuestra; nos señala fragmentos de huesos que tal vez fueron partidos para extraerles la médula suculenta; arañazos profundos en una pared interior que son la huella fósil de la zarpa de un oso; nos hace visible con sus palabras la forma reconstruida del cráneo de un niño que seguramente padeció una enfermedad terrible. La capacidad de evocación de sus palabras nos hechiza tanto como el relato escrupuloso de las evidencias científicas: y poco a poco esos restos fósiles que nuestra mirada ignorante no sabría reconocer -esquirlas apenas, piezas diminutas que pertenecieron al oído interno de alguien, que indican la presencia de una mano, el perfil de una cabeza, la posición anchurosa y erguida de alguien que camina desnudo por un bosque de hace cientos de millares de años- se van convirtiendo en pormenores de la historia, empiezan a encajar como las piezas de un misterio, de una investigación forense. El pasado más remoto se nos vuelve cercano, y lo extraño se nos hace familiar sin que se desprenda de su enigma. Lo que transpiran las palabras de Juan Luis Arsuaga, aparte de la sabiduría y el entusiasmo de quien lleva toda la vida consagrado a una investigación, es algo que también está en la literatura y en los cuentos: un saber que es inseparable de la cercanía cordial, de un principio poderoso de identificación con los destinos de otros, no ya nuestros semejantes, sino quienes tal vez todavía no lo eran o no lo eran del todo, y también los que pertenecen a otras especies con las que nuestros antepasados compartieron los bosques arcaicos de la serranía de Atapuerca.

Termina Juan Luis Arsuaga su charla y quienes le hemos escuchado regresamos al momento presente con la misma mezcla de ebriedad y extrañeza con la que mira uno la sala de cine iluminada de nuevo y las caras de los desconocidos después de una película que le arrebató durante dos horas el sentido del tiempo. Hemos viajado a una distancia de millares de siglos, hemos atravesado bosques y visitado cuevas en las que tal vez sucedieron festines sanguinarios de canibalismo, casi hemos tenido en la mano una piedra toscamente afilada y teñida de rojo que pudo ser un arma homicida mucho más antigua que la de Caín. Queremos saber más, que la historia no se acabe, con la misma impaciencia que el niño escuchando a su padre y que el lector pasando las páginas de una novela, como el paleontólogo que no recuerda cuántas horas o días lleva escarbando la tierra en busca de un trozo mínimo de hueso.