Las religiones

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Dice Proust, creo que en una carta, “cada vez doy menos importancia a la inteligencia”. A mí me pasa algo parecido con las ideas, sobre todo con las ideas que la gente dice profesar, y más todavía con las creencias. Las ideas son gratis. Algunos de los mayores farsantes a los que he conocido hacían ostentación de ideas admirables, mucho más generosas y más radicales que las mías. Luego armaban un escándalo si no los llevaban a un restaurante de lujo o si no les sacaban un billete en preferente en un vuelo entre Madrid y Málaga, por ejemplo. Procuro fijarme no en lo que la gente dice defender sino en el modo en que se comportan hacia sus semejantes, o hacia el mundo bello y frágil que hay a nuestro alrededor. Aquí, en lo inmediato, en la práctica. Me acuerdo de una manifestación en defensa de ideas perfectamente nobles a la que asistí hace unos años. Detrás de nosotros, los manifestantes, venía una brigada municipal de limpieza, recogiendo la basura que dejaba a su paso nuestra heroica multitud. Yo no me creo a nadie que tenga un mal modo hacia otra persona, sobre todo si ésta ocupa una posición más débil. No me creo a nadie que tire un papel al suelo o que no recoja la caca de su perro.

Conozco a ateos despreciables y a creyentes con los que iría hasta la muerte, aunque ni un paso más, que decía Bergamín, por cierto otro héroe verbal de predilecciones políticas muchas veces siniestras. Y lo que más me intriga es el modo en que lo peor de lo que parece propio de las actitudes religiosas -el fantatismo, la intolerancia hacia el disidente, la división de los seres humanos entre justos y pecadores- se reproduce inmutable en casi cualquier otro campo, no solo de la política. Soy muy sensible al maltrato hacia los animales, pero me da escalofríos el fervor inquisitorial de algunos animalistas. Cualquier idea, cualquier predilección, puede volverse fanática. Hay integristas de la lactancia materna o del ciclismo o de la alimentación natural exactamente igual que los hay de Lenin, de Mahoma o de Cristo. No hay costumbre más apacible y más sana y más inocua que la de montar en bicicleta. Pero hay ciclistas, lo digo con melancolía, que miran por encima del hombro a los que no lo son, como si nosotros, los aficionados al pedal, formáramos parte de los justos, de los santos de los últimos días. Un día, parado ante un cruce con mi bici, un compañero de afición se detuvo a mi lado, y empezó a mostrar su impaciencia mientras pasaba la gente, como esos motoristas que pisan el acelerador para que te dé miedo. “Míralos, los borregos”, me dijo, instalado en su sillín y su manillar, como un predicador en su púlpito.

Nunca pensé que fuera necesario aplicar al amor a la bicicleta un escepticismo semejante al que es tan conveniente al observar las religiones y las pasiones políticas. No es muy buena época para la ironía ilustrada, para la atención crítica y respetuosa a los hechos.

Pero nunca hubo una que lo fuera. Así que no hay que perder el ánimo, ni la propensión a la buena vida, en el sentido terrenal y espiritual de la palabra.