Una petición

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Anoche volvía tranquilamente y de buen humor de un concierto estupendo -mis amigos del cuarteto Quiroga, tocando Mozart, Beethoven y Webern- cuando alguien, sin duda con buena intención, me informó por email de algo desagradable que se había escrito sobre mí, y que sin su iniciativa yo no habría visto. Hoy me entero de nuevo leyendo los comentarios a la anterior entrada, pero el disgusto agrio me lo llevé ayer. Hace no mucho ocurrió algo parecido: otro lector sin duda bien intencionado me informó de una conversación que había tenido con alguien que, según él, me ponía a parir. Pensé contestarle  que yo no tenía ninguna necesidad de esa información, y que si su interlocutor me había injuriado en su presencia habría sido mejor que me defendiera, si le parecía bien, y no me dijera nada. No le contesté porque me parece que es buena persona, y también porque ese gesto suyo es tan repetido que no vale la pena responder en cada caso concreto.

También ocurre que cuando uno se queja al portador de la información desagradable observa una reacción de sorpresa, casi de decepción: “Ah, yo pensaba que tú estabas por encima de esas cosas”. Nadie, conocido ni desconocido, está por encima de dolerse por una ofensa. Nadie es inmune a la calumnia. Y lo que a un escritor o a cualquiera expuesto a la opinión pública puede sentir cuando lo tratan con malevolencia o saña o lo calumnian lo siente cualquiera en su vida diaria.

Llevo más de treinta años publicando lo que escribo y mostrando en público opiniones y actitudes, y eso en un país tan propenso a las visceralidades como España. Como es de imaginar, las he visto de todos los colores. He sentido gratitud muchas veces, y otras me he sentido herido. He tenido buenas críticas excesivas y malas críticas respetuosas, y también me he visto descalificado con desdén y agredido con saña. Cuando publiqué mi primera novela un crítico entonces célebre, Leopoldo Azancot, que la tomó conmigo durante una temporada, escribió que a pesar de todo había una buena noticia en mi libro, pues era tan malo que difícilmente me publicarían alguno más. Todo se olvida, pero hará unos 20 años Camilo José Cela, premio Nobel de literatura, y un grupo de columnistas que se hacían llamar “el sindicato del crimen”, emprendieron una especie de cacería pública y colectiva contra mí. Entonces la idea era atacar en mí a un grupo de novelistas jóvenes que nos habríamos hecho conocidos no a causa de ningún mérito sino porque nos protegía el gobierno socialista. Les gustaba mucho repetir una gracieta en sus columnas biliosas: éramos los “ciento cincuenta novelistas de Carmen Romero”. Durante toda una semana, ABC anunció a diario, en lugar prominente, que aquel sábado Camilo José Cela me iba a ridiculizar y prácticamente a destruir con un artículo definitivo. Requería cierta entereza abrir cada día los periódicos y encontrarse con ese coro de pelotilleros del premio Nobel compitiendo entre sí para insultarme con más gracejo. Por fin el artículo tan anunciado se publicó. Se titulaba, con ingenio característico, “Pavana para un doncel tontuelo”, o algo semejante. El coro bronco de las carcajadas duró todavía algún tiempo.

Quiero decir con esto que estoy bastante acostumbrado a cierta clase de sinsabores. También creo tener una mente saludable, al menos en ese sentido, y los disgustos se me pasan pronto, en parte porque las cosas y las personas que me gustan me gustan tanto que les dedico la mayor parte de la atención de que soy capaz. Decía un escritor americano que una mala crítica puede y debe estropearte el desayuno, pero no la comida.

No suelo leer medios digitales, y no frecuento las redes sociales. No tengo necesidad de llevarme más sinsabores de los que me llegan sin mediación de terceros. Si en mi presencia se dice algo desagradable de una persona a la que conozco, lo último que se me ocurre es ir a esa persona y contárselo. Si lo que se dice es injusto procuro contradecirlo o desmentirlo. Si la persona es amiga mía o merece mi respeto o mi admiración salgo en su defensa. Hace unos años, en Granada, alguien a quien yo consideraba un buen amigo mío me contó que su profesor de literatura en la universidad me insultaba casi en todas las clases y contaba cosas sobre mí que mi supuesto amigo sabía que eran falsas. Le pregunté si alguna vez levantaba la mano y llevaba la contraria. Me dijo, mi amigo al que en ese momento yo estaba recibiendo en mi casa, con toda naturalidad, que no quería arriesgarse a que el profesor le pusiera una mala nota. La mala nota se la puse yo, que en ese momento decidí no volver a verlo.

No me estoy quejando. No pierdo el sentido de las proporciones. Soy consciente de esa flaqueza humana que hace que la alegría por lo bueno pueda ser menos honda que la picadura de lo malo. Me quejo si acaso de ese periodismo atropellado de ahora que no consiente que un solo dato estropee una buena injuria. Hago lo que me gusta hacer y tengo un núcleo de excelentes lectores en mi país y en unos cuantos más fuera de él. Cada día procuro mantener el ánimo sereno, unas veces ante los elogios y otras ante las descalificaciones. Los elogios exagerados me incomodan. Las críticas negativas siempre sospecho que tienen razón. He aprendido que aquello que hace que algunas personas te aprecien o celebren tu trabajo es exactamente lo mismo que despierta el rechazo de otras.

La petición, en resumen, es muy simple, y creo que bastantes personas, conocidas o no, podrían compartirla: estoy muy entrenado para los malos ratos que no tenga más remedio que llevarme, pero no necesito que nadie me aprecie tanto como para asegurarse de que me entero de una maledicencia que de otro modo me habría ahorrado.

Gracias.