Inmersión

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Con la llegada del calor el cuerpo pide una gran novela, una novela grande, anchurosa, acogedora, para sumergirse en ella con toda la voluptuosidad de la vagancia del verano, para quedarse a vivir en ella durante al menos dos o tres semanas, como una casa de campo que se alquila para las vacaciones, en la que uno siente que se renueva al habitar entre los objetos y los muebles de otro, al mirar por ventanas que no son la suya pero que muy pronto le muestran un paisaje familiar. Hubo una época en la que pasábamos los veranos en una casa de la sierra de Madrid. Yo me llevaba en el equipaje novelas de Dickens. El primer verano lo dediqué casi entero a Bleak House, que me parece una de las mejores novelas que se han escrito nunca, tan rica de peripecias y de caminatas alucinadas por las noches de Londres.

(Salta un recuerdo amargo: ese fue el verano en que secuestraron y asesinaron a Miguel Ángel Blanco.)

Anoche rondaba las estanterías con este apetito de gran novela y un título se me impuso, ofrecido por ese bibliotecario eficiente y fantasma que es el azar: Shadows on the Hudson, de Isaac Bashevis Singer. A veces firmo y pongo la fecha de la lectura en un libro que me ha impresionado. Po eso sé que éste lo leí en octubre de 1998. Me pareció una novela a la altura de las más grandes, de Tolstoi o Thomas Mann. Cuando la leí por primera vez, el barrio de Nueva York en el que sucede una gran parte de ella era casi del todo imaginario para mí, el Upper West Side, donde tantos refugiados y supervivientes vivían después de la II Guerra Mundial. No sólo judíos: por allí andaban también la familia García Lorca y la de don Fernando de los Ríos.

Ahora empiezo la novela y reconozco de inmediato el edificio donde vive el protagonista. Los lugares de la literatura son también la topografía de una parte de mi vida. Casi todos los días paso junto a la esquina de Broadway y la calle 86 que lleva el nombre de Bashevis Singer, porque él vivió justo allí. Empieza la inmersión.