Carretera y manta

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Cuando le conté a este amigo el proyecto que tenía se echó a reir. “¿Eso es un proyecto o una promesa?” Proyecto o promesa, lo he cumplido hoy. He recorrido de un extremo a otro la isla de Manhattan, caminando, parándome una vez para ir al baño en un Barnes&Noble y otra para tomarme el sandwich de jamón, tomate y tortilla francesa que llevaba en la mochila, junto a la cantimplora que me compró Elena y un botellín de agua mineral relleno hasta la mitad de vino tinto. El vino hay que tomárselo furtivamente porque en Nueva York está prohibido beber en la calle. A las diez y media de la mañana estaba asomado a la barandilla del embarcadero del South Ferry, delante de un mar neblinoso, entre verde oscuro y gris. Barcos llenos de turistas se alejaban hacia la silueta pequeña e imprecisa de la estatua de la Libertad.

Unos minutos después me fijaba en la fachada de Broadway en la que está tallado el número 1, la antigua sede de la compañía marítima Cunard, que gestionaba las mayores líneas de transatlánticos hasta que la aviación terminó del todo con los viajes por mar a finales de los años sesenta. La bicicleta es un deporte, y una delicia. La caminata es un vicio. En la bici uno tiene que estar siempre atento a muchas cosas. Caminando puedes prestar atención y te puedes evadir, y hasta llegas a olvidarte de tus propios pasos, de la energía y el ritmo que te llevan.

A las dos y media me senté a tomarme mi sandwich y beber furtivamente mi botellín de vino en el patio de la Hispanic Society, en la calle 155, un desierto de columnas neoclásicas en medio de la bulla caribeña de Washington Heights, donde dicen que viven más domicanos que en Santo Domingo. Una vieja loca y furiosa da gritos por la calle: “¡Maricones, los voy a depoltal a todos!” A las cuatro menos cuarto llegué al puente sobre el río que separa Manhattan del Bronx. Es un puente muy considerable, con grandes armazones de hierro, con el estrépito de los trenes del metro. Podía ser un puente entre dos países. Me he parado a mirar la corriente, su anchura inmensa de río de América. Pero seguía teniendo ganas de caminar y he ido más allá del final de la isla, Broadway arriba, a través del Bronx, a lo largo de una acera en la que se sucedían los puestos de frutas tropicales y los altavoces a todo volumen en los que sonaba hip hop y merengue. Al cabo de varias horas a uno se le olvida que está caminando y hasta se le olvida quién es, y se disuelve con alivio en la energía y la fatiga de la caminata.

En una tienda de la calle 238 me he comprado un jugo recién hecho-zumo solo lo decimos en España- que me devuelve la alegría de seguir andando. En la 242 termina la línea del metro y un poco más allá termina Broadway, o se convierte en una carretera, después del número seis mil. A estas alturas todo es como una autopista del interior del país: edificios bajos, gasolineras, shopping malls, tiendas de coches de segunda mano con guirnaldas de banderas sobre los aparcamientos, MacDonald’s y Burger Kings en los que se pueden comprar las hamburguesas sin bajarse del coche, drive-through, casi como en una urbanización de las afueras de Madrid.

Al final de todo hay un parque inmenso, que se prolonga a lo lejos en un horizonte de colinas cubiertas de bosques, muy verdes con la hojas nuevas en el calor de mayo, Van Cortland Park. Así sería la isla entera cuando llegaron los  europeos. En una espesura de robles me siento a descansar y a tomarme mi zumo. Es un “memorial grove”: una arboleda del recuerdo. Al pie de cada roble hay una pequeña placa en recuerdo de algún vecino del Bronx muerto en la II Guerra Mundial o en la de Corea. Junto a cada placa, una pequeña bandera hincada en la hierba. Las banderas están descoloridas. Estorninos y ardillas se atarean entre ellas. Muchos de los apellidos son italianos. He terminado mi proyecto, mi promesa. Me siento fatigado y tranquilo, no exhausto. En el camino de vuelta el metro va al aire libre, por unos raíles elevados, sobre puentes resonantes de hierro, hasta la calle 168. A un lado y a otro se extiende la ciudad sin límites. No hay caminata que pueda abarcarla.