Una vez más, las palabras

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Algo muy serio, muy cargado, muy peligroso, tiene que haber en las palabras cuando los que mandan ponen tanto interés en controlarlas o en tergiversarlas, o en vaciarlas de sentido. Los aficionados a la literatura podemos imaginar melancólicamente que nuestro amor por las palabras es gratuito, minoritario, caprichoso, pero luego llegan los dueños el mundo o los partidarios del crimen, tan iletrados casi siempre, para recordarnos que las palabras importan tanto que vale la pena intentar suprimirlas, o hacerles decir lo contrario de lo que dicen, o encerrar o matar a alguien por haberlas usado y difundido. El escritor que más lúcidamente se rebeló contra el totalitarismo en el siglo pasado, George Orwell, tuvo siempre una preocupación obsesiva por el lenguaje: por la necesidad de mantener su claridad y su precisión, la vigilancia necesaria para no convertirse uno mismo en cómplices de los que usan para mentir. A nosotros nos puede parecer que la literatura le importa a muy poca gente, pero no hay tiranía ni ideología avasalladora que no hagan enormes esfuerzos por controlar lo que se escribe, por imponer libros y prohibir libros y quemarlos, por cambiar el significado de las palabras más comunes.

No sólo las tiranías: los gurús de la publicidad, los políticos tramposos. La literatura, la poesía, hacen el mismo servicio público que las depuradoras de agua: restauran el pleno sentido de las palabras, su capacidad de mostrar el mundo, su fuerza iluminadora y subversiva. Literatura, ahora mismo, es decir la palabra desahucio y la vergüenza y el drama contenidos en ella, por mucho que los tahúres lingüísticos del gobierno regional de Castilla-La Mancha decidan escamotearla por decreto.