Cada lector

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Cada lector es un mundo. El libro con el que se acerca para que uno se lo firme es el mismo, uno de los mismos, que uno ha firmado ya para otras personas, pero al mezclarse con su vida, con su imaginación, con sus recuerdos, forma una aleación única, que yo sólo puedo intuir. Ayer a mediodía iba por Alonso Martínez, después de haber resistido a la tentación de la librería Pasajes -por una vez no pasé del escaparate- y se me acerca con mucha educación a saludarme un hombre bastante alto, que me pregunta si me importa firmarle una novela mía que lleva en la cartera. Le pregunto cómo se llama, a qué se dedica. Me dice con naturalidad que es teólogo, teólogo protestante. Viene de una de esas familias que tenía que vivir medio clandestinamente su fe en la brutal España católica de la dictadura. Le cuento que cuando yo era niño me hablaban con misterio de una familia de Úbeda que eran protestantes, y  que yo imaginaba que serían gente muy rara, que viviría en una casa oscura. La Biblia que se leía en casa de este hombre era la traducida maravillosamente al castellano por Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina a finales del siglo XVI, la que estaba prohibida en España. A su padre, que era pastor, lo metían por cualquier motivo en la cárcel, le daban palizas. Y no puedo menos que pensar en una foto que estaba en la portada de los periódicos, la vicepresidenta del gobierno y la presidenta de la comunidad de Castilla-La Mancha asistiendo de mantilla a no sé qué canonización en el Vaticano: después de treinta y tantos años de democracia no hay manera de que se respete de manera tajante la aconfesionalidad del Estado.

Me despido de este hombre rápido y cordial, que tiene aire de cualquier cosa menos de teólogo, y en su bolso de costado lleva la novela que acabo de firmarle, la que leerá a la luz de una vida únicamente suya.