Los oficios

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Vino a buscarme al hotel Philippe Bataillon y me llevó a comer a un sitio extraordinario, de aire vecinal, como de toda la vida,  una casa de comidas que se llama Aux Charpentiers. Todo el local está decorado con fotos de antiguas cofradías de carpinteros, de símbolos masónicos, herramientas antiguas, fotos y dibujos de maquetas de lo que se llamaba en los oficios artesanos el chef d’oeuvre, el trabajo gracias al cual, después de un largo aprendizaje, se adquiría la condición de maestro. Philippe me cuenta que uno de sus abuelos fue carpintero. Su padre fue el inmenso hispanista Marcel Bataillon. Philippe, que tiene alrededor de 80 años, se acuerda de los escritores y de los políticos republicanos españoles a los que veía de niño en su casa. Tiene un recuerdo muy preciso de José Giner, que dirigió el transporte de las obras del Museo del Prado a Ginebra durante la guerra civil. A Pedro Salinas y a Margarita Bonmatí los vio una vez en la finca que la familia de ella tenía en Argel. Ahora a algunos de aquellos personajes de su infancia se los ha encontrado en la novela mía que acaba de traducir.

Philippe es alto, nervudo, con la cara morena, el pelo muy blanco, los ojos muy azules, extraordinariamente vivos, casi infantiles. Tomamos un excelente plato del día, un estofado de ternera, y un tinto ligero que nos sigue acompañando con los quesos del postre. Por el sitio donde estamos la conversación deriva a una defensa de la artesanía como saber modesto, tangible y material frente a los caprichos y a las tonterías cada vez más exagerados de lo que se llama el arte. Le digo algo que pienso hace mucho tiempo, que ahora cualquiera es artista, con solo decir que lo es: lo difícil de verdad es ser artesano. Hacer muy bien algo a lo que uno lleva dedicándole toda la vida, algo que habla por sí mismo, sin necesidad de ser glosado ni explicado, sin la añadidura de la leyenda romántica del artista.

Así es como Philippe hace su trabajo de traductor. Lentamente, cuidadosamente, con entrega y alegría. Es tan meticuloso que siempre me encuentra los despistes o las contradicciones internas que a mí se me pasaron por mucho que quise corregir, y que tampoco vieron los editores y correctores de la editoral.  Vive en una casa de campo en las afueras de París que su padre compró por nada durante la Ocupación. Se acuerda del día en que la Gestapo llamó a la puerta y se llevaron a su padre, al que por fortuna soltaron poco después. Del trabajo a la intemperie le viene ese color de cara. Me cuenta que todos los años, por estos días, se reunen en su casa los hijos y los nietos para la gran tarea de recoger todas las hojas caídas de los robles y quemarlas en una gran hoguera. Sobre la mesa tapada con un mantel a cuadros sus manos largas, morenas y fuertes son las de un carpintero, o las de un agricultor.