Libros que dañan

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Suscitó ayer Daniel Bilbao un asunto que los muy aficionados a los libros olvidamos, o intentamos eludir: que hay libros que pueden hacer daño, y que habría sido mejor que no leyéramos, o que no se leen a la edad adecuada, o que siembran en quien los lee una arrogancia hostil a la vida, un espejismo tóxico de lucidez. Yo leí el los diarios de Cesare Pavese, El oficio de vivir, en una época muy difícil de mi vida, y recuerdo que me hicieron daño, como hace daño una bebida que se toma en exceso, como envenena el tabaco. Y cuando era joven conocí a algunas de esas personas demasiado inteligentes que proyectan un brillo frío sobre los demás, que hipnotizan como brujos y manipulan impúdicamente bajo una apariencia de brillantez desinteresada. Digo que conocí a gente así cuando era joven porque de mayor he aprendido a eludirlos, igual que he aprendido a desconfiar de la agudeza, de las ideas abstractas. A Miguel y Arturo, que son muy lectores de filosofía, les digo siempre que lean más novelas, que desconfíen un poco de cualquier idea que les parezca deslumbrante. La realidad , las personas, siempre son más imperfectas, más limitadas, y está bien que sea así. Es muy fácil predicar la exasperación o el nihilismo o el crimen y luego quedarse al margen: tirar la piedra y esconder la mano, ejercer con cinismo la seducción de la brillantez o el estilo, de la vacuidad disimulada bajo el hermetismo. En su novela Volver al mundo José Angel Gozález Sainz escribió sobre esa clase de gente. Algunos de los peores infiernos sobre la tierra los han fundado individuos con alta preparación intelectual: les gustaban tanto sus propias ideas que estaban dispuestos a sacrificar en nombre de ellas a tantos miles o millones de personas como fuera necesario.

Cervantes era muy consciente de esa fascinación excesiva de los libros, porque él mismo la sentía: escribió el Quijote, donde un hombre enferma porque cae en el fanatismo de poner los libros por delante de la realidad, pero estaba convencido de que su obra maestra era Persiles y Sigismunda, y se murió lamentando no haber escrito la segunda parte de su querida novela pastoril, La Galatea.