Donde menos se espera

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En Nueva York donde menos se espera salta la música y lo trastorna todo. Llego al andén justo en el momento en que se cierran las puertas del metro, en esta mañana en la que una vez más las promesas frágiles de la primavera se ven desmentidas por la lluvia, y por un viento casi frío que traspasa la gabardina demasiado ligera que me he puesto. Qué intriga, cada día, el tiempo que hará al salir a la calle, el que tal vez no habrá durado al cabo de una o dos horas, en esta isla rodeada por el océano y por dos ríos y batida por todos los vientos. Una señora que ha llegado al andén al mismo tiempo que yo se sienta en un banco de madera y saca pacíficamente un libro. Está un poco encogida, y debe de ser mayor. El pelo blanco le sobresale bajo el gorro. Entonces oigo dos voces masculinas que cantan con una extraña belleza y levanto los ojos: dos negros altos, con sudaderas, con vaqueros viejos, con zapatillas de deporte grandes y gastadas, vienen por el corredor con una mezcla rara de elasticidad y desgana, los miembros largos y muy sueltos, uno de ellos con gorra negra de cuero y tirabuzones de rastafari. Juntan las caras y empiezan a cantar un spiritual, Let It Shine. Y entonces a mi espalda se unen otras dos voces, y cuando los cuatro negros se juntan más cerca de mí y cantan al unísono, con una sofisticación polifónica que tiene también algo de la aspereza de un canto de trabajo, la señora que estaba en el banco se ha puesto de pie y se ha quitado el gorro y es mucho más joven, los ojos claros y brillantes, el libro olvidado en el banco, las manos batiendo el ritmo. Un grupo de gente forma corro. Los cuatro cantantes tienen algo de pícaros y de músicos ambulantes, y un talento armónico casi tan prodigioso como el de los cantores Wagogo de Tanzania. Ahora recuerdo que forman parte de un grupo al que he visto otras veces, cantando en el metro, o por la calle, sin otra compañía instrumental que un contrabajo tocado por alguien que hoy no está con ellos. Alguien les dice: ¿Pero dónde está la bolsa para echar las monedas?”. Y uno de ellos con gesto de guasa saca del bolsillo una bolsa arrugada de plástico y la pasa entre la gente, mientras otro va mostrando unos discos. “Y ahora, señoras y señores, un recuerdo para Mr. Sam Cook”. Y el canto apasionado de iglesia se convierte en Twisting the Night Away, justo cuando un nuevo tren hace su entrada en la estación. No paran de cantar y la gente los sigue al vagón en el que entran ellos. Los seguimos como los niños de Hamelin al flautista embustero. Les compro un disco: por diez dólares. La portada es una fotocopia mala en blanco y negro: Select Blendz- LIVE. El que me lo ha vendido me hace el gesto de chocar su puño con el mío y me dice, sonriendo, con una actitud poco lograda de remordimiento: Sorry, man, but the sound is terrible, mientras los demás no paran de cartar, sacando de un sopor silencioso a los viajeros del vagón, que venían cada uno  con sus diminutos auriculares blancos taponando el sonido del mundo. Ahora han empezado a cantar Go Down, Moses, pero el tren se detiene en la calle 96 y salen a toda prisa. El que me ha dicho lo del sonido espantoso del disco que acabo de comprarle se despide con una gran sonrisa que parece al mismo tiempo de genuina gratitud y de burla: God bless you, man.

Luego me ha gustado seguirles el rastro en Youtube: