La mirada del que llega

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Ha venido César, uno de los hermanos de Elvira, a pasar unos días con nosotros. Lo veo mirarlo todo, fijarse en todo, cuando le doy una vuelta por el barrio, y los lugares cotidianos para mí me revelan de nuevo una parte de la extrañeza y el asombro de la primera vez cuando me fijo en lo que él ve: apunta hacia los aleros de un edificio muy alto, hacia los depósitos de agua sobre las terrazas, perfilados contra un cielo muy azul, de mañana de frío. Hay personas que se fijan, y otras que no se fijan. En Nueva York, o en Madrid, he acompañado a veces a visitantes que permanecen impermeables a lo que tienen alrededor, que hablan y hablan de lo suyo mientras atraviesan lugares que no ven. O bien fingen verlos, o creen verlos. Les señalas algo, y parecen despertar un momento, y dicen lo que se espera que digan: Nueva York es una ciudad fascinante; Madrid se ha vuelto muy cosmopolita. Etc. Y siguen con lo suyo, o como máximo toman una foto, y miran más rato el visor de la cámara a ver cómo ha salido la foto que la realidad fotografiada.

César es de esas personas a las que todo les gusta. Subimos por Broadway, muy abrigados, porque el viento afilado hiela las orejas. Le enseño el camino que yo sigo casi a diario para ir a la biblioteca pública en la esquina de la 113, donde me gusta escribir, leer, tomar notas, preparar clases, rodeado por el rumor de la gente. Subimos hasta el campus espectacular de Columbia, con sus estatuas de bronce, sus escalinatas, sus edificios con columnas. Le enseño el mirador que hay justo sobre la vertical del Morningside Park, y desde el cual puede verse en los días claros más allá de Harlem, hasta el Bronx y Queens, los aviones diminutos despegando o aproximándose al aeropuerto La Guardia. Luego la lavandería coreana en la que he de recoger unas camisas, la tienda de vinos de la esquina de la 107, donde hasta hace muy poco tenían su tertulia habanera unos cubanos muy viejos y muy elegamentemente vestidos, sentados en las sillas en cuando mejoraba el tiempo con una sabiduría en los gestos como de reunión de vecinos en las noches de verano.

Por la noche, dando vueltas por el Village con una amiga, a César le sorprende la escala hospitalaria de los edificios y las calles, el sosiego de ciudad pequeña. A Elvira se le ocurre que vayamos a la Arthur’s Tavern, en Grove y la Séptima. Va a hacer veinte años que la traje aquí por primera vez. El lugar no ha cambiado nada. Sólo está un poco más destartalado, más lleno de banderolas, carteles viejos, fotos. Una de Michael Jackson, cuando era muy joven, pero con las fechas de su nacimiento y su muerte. Otra de Obama. Las dos pegadas con chinchetas. La barra de madera tiene el desgaste de muchos codos rozados contra ella desde hace no sé cuántos años. A la entrada hay una placa en recuerdo de Al Bundy, el admirable pianista de peluquín barroco que solía tocar cada noche, y al que el público sentado alrededor del pequeño escenario le pedía canciones.

Esta noche toca una pequeña banda de blues y rhythm & blues, encabezada por una cantante gorda de pelo cardado y voz muy poderosa, Georgia Brown, Sweet Georgia Brown. Canta casi aullando al estilo de las grandes matronas primitivas de los blues, Bessie Smith, Ma Rainey. Canta Nobody Knows You When You’re Down And Out y da todo el escalofrío de una queja para la que no hay consuelo. Pero también tiene el otro lado de celebración procaz de esta música, y cuando empieza a cantar Kansas City Here I Come el pequeño espacio delante de la tarima se llena de gente que baila, Elvira y nuestra amiga Puy entre ella. Georgia Brown va progresando por la historia de la gran música negra: un poco después atacan jovialmente My Girl –ella dice My Guy, y los músicos hacen coros simultáneos, señalándola: My Girl-, y por fin llega la apoteosis cuando saltan a James Brown y esa gargante temeraria clama I Feel Good mientras el pequeño órgano imita los metales del estilo Motown, y el bajo eléctrico que había mecido las lentitudes de los blues vibra con un ritmo funky. Tímidos y masculinos, a la manera española, César y yo miramos el baile atornillados a la barra, bebiendo nuestro Johnny Walker black.