Una fotografía

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Me escribe Federico Falco desde el verano de su Córdoba austral, a donde ha vuelto después de varios meses en Madrid, que según me cuenta han sido memorables. Me gusta que la gente de fuera disfrute de mi ciudad y de mi país: sus miradas limpias de prejuicios y de informaciones excesivas nos devuelven algo de lo mejor que somos y que tenemos, y que tantas veces no sabemos ver. A los pocos días de vernos en el café Comercial se publicó la noticia de que Federico era uno de los 25 escritores jóvenes en español seleccionados por la revista Granta. Esas listas son lo que son, y en ellas tienden a aparecer especialistas en colocarse en el establishment literario gracias menos al mérito que a la astucia para intuir por dónde sopla el viento. Pero si hay en una de ellas un solo escritor verdadero ya han valido la pena. En su carta Federico me cuenta algo que me deja estremecido: al llegar a Buenos Aires asistió con una amiga al juicio contra el antiguo dictador Videla. Le he pedido permiso para copiarlo aquí, acordándome de que muchas veces la literatura no consiste en inventar sino en contar con claridad lo que uno ha visto con sus propios ojos:

El día siguiente al que llegué asistí a la sentencia a Videla y Menéndez. Acompañaba a una amiga, cuya mamá fue fusilada en la Cárcel de San Martín. Ella es fotógrafa y, por miedo y por fragilidad, prefirió no presentarse como querellante y mirar todo el juicio (en el que el de su mamá era uno de los casos a juzgar) con cierta distancia. Pero quiso ir el día de la sentencia. Su objetivo era sacarles una foto a Videla y a Menéndez y al resto de los policías implicados, allí, sentados en el banquillo. Consiguió una acreditación de prensa, entró en la sala con el resto de los fotógrafos, le dieron 5 minutos para disparar la cámara. Su sueño era hacer la gran foto. No pudo. Le falló el cuerpo. Ella no se animaba a mirarlos sin protección. Necesitaba que mediara el  visor. Pero en cuanto alzaba el teleobjetivo, los acusados bajaban la vista. Sólo la miraban a los ojos cuando dejaban de ser blanco y la cámara no entraba en el juego. Y mi amiga no pudo resistir esa mirada. Sabía que si lograba congelarla en una imagen, sería la fotografía de su vida, pero se le nubló la vista, le temblaron las piernas, se sintió desmayar, tuvimos que correr a auxiliarla. La pregunta es qué había en esa mirada desnuda que ella no podía sostener. Me imagino que en las pupilas de los que torturaron y dispararon se habrán mezclado el arrepentimiento (o su ausencia) con el orgullo, el temor, la terquedad, el enojo con el propio destino, la repulsión ante lo que ellos consideran una farsa de juicio, el odio viejo, pero sobre todo, pienso que lo que logró descomponerla, fue que en esos ojos también se reflejaba ella. Ella que no quería implicarse, y sin embargo, seguía siendo vista como enemiga (sólo por ser hija, por ser víctima). Ella, cuya vida está marcada por una violencia que siempre detestó y que, sin embargo, necesitaba empuñar una cámara, sabiendo que la metáfora más cercana al “fotografíar” es “disparar” y que en ese disparo también había una violencia implícita. Ella que no quiere ser nada de eso, pero se ve ganada por el reflejo.