Emoción de las cosas

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Una pequeña pizarra, con marco de madera, con un pizarrín sujeto por un cordel al marco; un vapor de lata, pintado de colores, con ruedas debajo del casco sobre las que navegaba por el suelo de baldosas de barro cuando se le daba cuerda, con chimeneas negras, con ojos de buey en los laterales en los que se veía pintado el perfil de los viajeros; un seat 600 hecho de lo que entonces, antes de los plásticos,  se llamaba pasta, de un color azul muy vivo, con un interior en el que se veían perfectamente los asientos y el volante diminuto, al que se le daba cuerda impulsando las ruedas hacia atrás; un estuche de madera de dos pisos, también con algo de barco, con la goma en un apartado de arriba, con un dibujo en colores del capitán Trueno en la tapa; una caja de cartón de 24 colores alpino, las 24 puntas afiladas idénticas, el olor a madera fresca que casi embriagaba; una gallina que ponía huevos de chocolate al presionar hacia abajo; puñados de monedas de chocolate envueltas en papel plateado o dorado; una caja de Juegos Reunidos Geyper, no menos asombrosa que el cofre de un tesoro.

Y los libros, desde muy pronto, un libro cada año: Tom Sawyer, Los hijos del capitán Grant, las cubiertas en colores de la colección Historias, las de la editorial Mateu, más severas, con menos dibujos, las de la editorial Molino, con la letra muy pequeña y el papel áspero: descubrir en el hueco del balcón, con la primera claridad del alba, Miguel Strogoff, pasar el día en un estado de dicha perfecta y un poco sonámbula, leyendo palabras inusitadas, versta, Urales, Transiberiano, tártaro, Irkusrsk, el nombre de heroína más arrebatador de todos, Nadia, más todavía que el nombre de Becky, la novia de Tom Sawyer,  el momento terrible en el que a Miguel Strogoff lo dejan ciego con un sable al rojo vivo.

Solo recuerdo la emoción de las cosas

y se me olvida todo lo demás;

grandes son las lagunas de mi memoria.

Antonio Machado