Una lápida para Arturo Barea

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Mi amigo William Chislett es un inglés que lleva más de treinta años viviendo en España y que tiene ese talento de los ingleses para seguir siéndolo íntegramente por mucho tiempo que pasen fuera de su país y por muy bien que se integren en el de acogida. Chislett y su esposa, Sonia, viven en una casita de una colonia en Madrid cerca del parque de la Fuente del Berro, pero cuando se entra en ella ya no se está en España sino en una casa inglesa con gatos y suelos de madera lustrosa y recuerdos de viajes por países exóticos y fotografías de oficiales británicos de la I Guerra Mundial. William no es mucho mayor que yo, pero su padre luchó en las trincheras de esa guerra remota, de la cual no contó nunca ni un solo recuerdo. Un abuelo de Sonia sobrevivió a la gran matanza inútil de la batalla de Gallipoli.

Pero también William tiene cosas que contar, porque fue corresponsal en España y América Latina del Times de Londres y del Financial Times. En septiembre de 1975, después de los últimos fusilamientos de la dictadura franquista, se vio esposado junto a Michel Foucault en una furgoneta gris de la policía, camino de la Dirección General de Seguridad. Le pregunto detalles de aquel breve cautiverio compartido con el filósofo pero sólo recuerda una cosa: la calvicie absoluta de Foucault. En 1979, en Managua, recorrió los salones recién abandonados del palacio presidencial de Anastasio Somoza, el día de la victoria sandinista.

Ahora lleva una vida mucho más sedentaria, pero no menos curiosa. Se ha hecho un experto en contar a los anglosajones cómo es España de verdad, aunque no sé si su constancia en disipar los estereotipos tiene mucho éxito, porque a las personas en general no nos gusta que nos remuevan nuestros prejuicios.  También escribe crónicas en las que su mirada de forastero se añade a su hondo conocimiento del país, de un modo que nos ayudaría a conocernos mejor si hiciéramos más caso y no anduviéramos tan ensimismados en fantasmagorías de sectarismo político. Empezamos a escribirnos en los tiempos lejanos anteriores a Internet. Nos hemos hecho amigos en la edad  del correo electrónico, aunque conservamos la costumbre anticuada de mandarnos postales.

Fue William Chislett quien me puso sobre la pista de la nueva vida que tuvo Arturo Barea en su exilio inglés, después de la calamidad de la guerra española y de los meses de hambre, miedo y desarraigo en París. Y también fue él quien encontró la lápida dedicada a la memoria de Barea y de su esposa Ilse en un pequeño cementerio inglés. La lápida estaba muy abandonada, así que nos juntamos unos cuantos españoles e ingleses para pagar su limpieza y su restauración. Dentro de poco, a principios de diciembre, habrá en ese cementerio, en torno a la lápida recién restaurada, una discreta ceremonia de homenaje a Barea. Pero es el propio Chislett quien ha contado completa la historia en un artículo reciente:

http://www.elimparcial.es/sociedad/restaurando-a-arturo-barea-73191.html#