Un libro decisivo

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Es muy probable que los congresos científicos sean más útiles que los congresos literarios. A un científico se le exige que se mantenga al día en su campo de experiencia y que publique sus hallazgos de una manera clara que permita la comprobación independiente. Un literato, en la mayor parte de los casos, lo único que tiene que hacer en un congreso es contar lo primero que se le pase por la cabeza. Cuanto más célebre sea, más rendidamente se le entregará un auditorio: el peor chiste que haga, usado ya y manoseado en muchos otros congresos y festivales, despertará carcajadas. Somos primates sociales y jerárquicos, y en el código genético de cada uno están repartidos de maneras desiguales el instinto de mandar y el de obedecer, el de desplegar un poderío más o menos efectista y el de dejarnos impresionar por signos de superioridad en muchos casos ficticios.

Pensaba estas cosas hace poco mientras intentaba disimular mi aburrimiento en un encuentro de escritores en Nueva York, en el hermoso salón de actos de la Biblioteca Pública. Un escritor solo en un escenario puede ser un espectáculo muy previsible. Varios escritores en una mesa redonda fácilmente competirán entre sí por ver quién dice la frase más ingeniosa, aunque no la más inteligente, quién hace la gracia más barata. Viendo las gracias que se les ríen a los escritores siempre pienso con admiración y respeto en cuánto tienen que trabajar los cómicos profesionales para arrancarle la carcajada a un público mucho más exigente.

En los congresos científicos los temas a debate suelen ser muy precisos. En los literarios se enuncia una cuestión lo bastante vaga como para que cualquiera pueda improvisar sobre la marcha sin ningún esfuerzo. Si uno se deja llevar puede verse disertando igual sobre la existencia de Dios que sobre el cambio climático, sobre la influencia de internet en la creación literaria o viceversa. Este día que cuento, a los invitados nos tocó hablar sobre un libro que nos hubiera cambiado o al menos influido mucho. Éramos una mezcla rara, la verdad, y aún me pregunto por qué motivo se nos había reunido precisamente a nosotros: estaba Catherine Millet, célebre por un solo libro cuyos méritos no son exactamente literarios, La vida sexual de Catherine M.; Annie Proulx, autora de cuentos extraordinarios, entre ellos el que dio lugar a la película Brokeback Mountain; y un escritor de Arabia Saudí cuyo nombre no tuve claro en ningún momento.

Siempre es difícil nombrar un solo libro, por encima de cualquier otro, aunque Catherine Millet no tuvo ningún problema en elegirlo: el libro que más le había cambiado la vida, aseguró, era el que ella misma había escrito. Annie Proulx mencionó una novela de Jack London descubierta por ella a los siete años. El escritor saudí se inclinó por Las Mil y Una Noches. Yo había considerado varias novelas posibles, desde El Quijote a Absalón, Absalón, pero al final, casi por militancia de la cultura científica en un medio tan enrarecida y exclusivamente literario, me quedé con un libro que había caído en mis manos por casualidad hará unos trece o catorce años, a una edad en la que ya parece raro que viva uno descubrimientos o cambios decisivos: Viaje a las hormigas, de Bert Hölldobler y E. O. Wilson fue el primer libro de divulgación científica que leí en serio, y el primero que me hizo reflexionar sobre la necesidad que tiene un escritor de ampliar su aprendizaje más allá de los límites estrechos de la cultura literaria.

He vuelto a leerlo, ahora en la edición original, donde resalta más la extraordinaria calidad de la escritura de Wilson, su aliento poético, su brío narrativo, su capacidad de atención e ironía. Entre el público que asistía a la mesa redonda vi caras de sorpresa o de escepticismo cuando dije que uno de mis libros predilectos era un tratado sobre la vida de las hormigas, pero en cuanto empecé a contar algunas de las historias que cuentan Holl döbler y Wilson la gente atendía como a un relato de Las Mil y Una Noches. Las simples cifras ya desafían la imaginación fantástica: una hormiga pesa menos de la millonésima parte de lo que pesa un hombre, pero hay tantas en el mundo que su peso total casi equivale al de todos los individuos de la especie humana. En algunos pasajes salta la tensión de inminencia que sólo encontramos en las mejores novelas: “Encerradas en su mundo quimiosensible, las hormigas ignoran la existencia de los seres humanos… Han vivido en la Tierra durante más de diez millones de generaciones; nosotros no llevamos existiendo más de cien mil generaciones humanas”. Si nosotros desapareciéramos de la superficie de la Tierra las hormigas no lo notarían: si desaparecieran ellas los ecosistemas del planeta sufrirían un colapso irreparable.

Lo que hace la literatura es concentrarse en una fracción de la experiencia y descubrir lo único y lo universal que hay en ella, sacudiendo nuestra inteligencia y nuestra imaginación: lo que yo aprendí leyendo Viaje a las hormigas es que los mundos más prodigiosos están a un paso de nosotros, y que escribir es prestar atención y usar con claridad las palabras, con la misma claridad entusiasta con que E. O. Wilson se detiene a explorar la vida de una sola hormiga.