Los muertos tutelares

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En el anochecer adelantado y lluvioso del 1 de noviembre me acuerdo de aquellas velas llamadas mariposas que se encendían a esta hora para honrar a los muertos en las casas donde viví de niño. En aquel mundo tan despojado de todo, las mariposas encendidas eran un lujo de la poesía simple de las cosas. Estaban hechas con unas obleas de cartón, casi siempre recortes de naipes, a cada una de las cuales se añadía una mecha diminuta. Flotaban en un tazón de aceite que nutría la llama. Se ponían en las habitaciones retiradas de las tareas diurnas de la casa, en los dormitorios, sobre las cómodas, en las mesas de noche, en aquellos comedores formales que no se usaban nunca. El calor de la llama provocaba corrientes mínimas que movían la mariposa sobre la superficie del aceite, haciendo que las sombras se desplazaran en el espacio en penumbra, por las paredes en las que colgaban imágenes de santos, o fotos de boda en las que nuestros padres y nuestros abuelos sonreían en una juventud desconcertante. Las fotos que más impresionaban en la claridad incierta de las mariposas de aceite eran las de los muertos antiguos, bisabuelos o parientes a los que nosotros no habíamos llegado a conocer, con algo de bustos funerarios romanos, con marcos oscuros que resaltaban su solemnidad y su lejanía de antepasados. Antonio López García ha pintado cuadros a partir de aquellas fotos, hombres de caras recias y como congestionadas por los cuellos duros de las camisas, mujeres con el pelo liso y la raya en medio, con un aire de tristeza exhausta y vejez prematura.

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