En despachos con mesas de roble y ventanales que dan a jardines de césped inmaculado y perspectivas monumentales —un obelisco, una cúpula en la lejanía— hombres de trajes oscuros y uniformes con estrellas en las bocamangas autorizan masacres que sucederán de inmediato a una distancia aséptica de miles de kilómetros, o bombardeos masivos que incendiarán bosques y ciudades, inundando el aire de un olor a gasolina, a desfoliantes químicos, a carne humana quemada. En cada una de las fotos en las que se ve a Richard Nixon y a Henry Kissinger sonriéndose mucho, inclinándose el uno hacia el otro en una intimidad confidencial, cabe la posibilidad de que estemos asistiendo al momento en que deciden arrasar Vietnam del Norte o Camboya, o en el que se ponen de acuerdo en la urgencia de sabotear de cualquier modo el Gobierno recién elegido de Chile, en noviembre de 1970. Nixon murió hace ya bastantes años sin borrar nunca del todo su vergüenza de presidente indigno, pero Henry Kissinger sigue vivo y como embalsamado en una vejez extrema de quelonio, reverenciado como un anciano estadista.
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