Lo que sería mejor no descubrir

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He conocido a personas que vieron en su juventud cosas inauditas. Hay un motivo generacional para eso: nací cuando solo habían pasado 17 años desde el final de la Guerra Civil española, y apenas 11 de la Segunda Guerra Mundial. La mayor parte de quienes habían atravesado esos tiempos con lucidez suficiente para recordar eran todavía adultos vigorosos cuando yo empecé a sentir la curiosidad de escucharlos. Habían participado en la guerra, y se acordaban de la época de Primo de Rivera, y de la llegada de la República, y habían oído a los veteranos de la guerra de África, y hasta a algunos de la de Cuba. Los relatos de otros extienden la memoria viva y la imaginación hacia regiones del pasado que de otro modo serían inaccesibles en sus detalles más valiosos. Por eso no me cuesta nada imaginar la alegría y el asombro de Pérez Galdós cuando en los primeros tanteos para los Episodios Nacionales, hacia 1873, conoció a un anciano que de niño había sido grumete en la batalla de Trafalgar. El relato histórico adquiría de golpe la vehemencia de una voz humana. Bajo los párpados de aquel hombre viejísimo había unos ojos vivaces que habían visto lo que para Galdós eran grabados antiguos y cuadros de batallas. Habría sido como hablar con Cervantes y pedirle que evocara sus recuerdos de Lepanto.

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