En situación de aprendizaje

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Como he llegado pronto a la ciudad me da tiempo a tomar un café con los profesores que me han invitado, en un bar cerca del instituto, uno de esos bares de desayunos en los que se respira un ambiente cotidiano de familiaridad y trabajo, de gente que no tiene que pedir lo que desea para que el camarero ya lo sepa, cafés con leche y leches manchadas y tostadas con aceite y tomate. Hemos juntado dos mesas, junto a un ventanal que da a una calle ancha del barrio, muy transitada, con árboles y tiendas. Los cafés nos caldean las manos y el ánimo en esta mañana helada, y la conversación también se va caldeando, según tomamos confianza y se incorporan otros profesores, hombres y mujeres, en lo que parece una perfecta paridad espontánea.

Son profesores en la plenitud de una veteranía no desgastada por los años, y menos aún por el desánimo. Se les nota mucho cuánto les gusta su trabajo, cuánto saben de las materias que enseñan, y muestran una conciencia lúcida de las posibilidades y los límites de la educación pública, en ese tramo decisivo de la secundaria en el que ellos y ellas ejercen, atesorando una experiencia por la que ningún legislador o experto en pedagogía parece nunca interesarse. En las diatribas sobre la educación las voces que menos se escuchan son las de los profesores. Hablan con la solvencia sin palabrería de quien se dedica a un oficio que conoce muy bien. Dan la impresión de encontrarse tan desasistidos por los poderes institucionales de los que dependen como esos sanitarios que sostienen por sí solos un sistema de salud cada vez más debilitado por el deterioro administrativo y las maniobras privatizadoras.

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