Desde la ventana de la habitación del hotel se veía un ángulo de lo que al principio me pareció un parque, un muro de piedra y por encima copas de árboles otoñales, amarillos y rojos en el gris plomizo de la tarde, en una llovizna que flotaba en el aire. Al entrar en la habitación había caído de golpe sobre mí toda la aflicción gradual del viaje. Lo único que había visto de Stuttgart, desde la ventanilla empañada del taxi, era una desolación de calles periféricas, bloques de oficinas, edificios industriales, todo con esa modernidad reglamentaria sin alma de las ciudades alemanas reconstruidas tras la guerra. La estación de tren de Fráncfort me había abrumado unas horas antes con una confusión de gente afanosa en los andenes y de mensajes terminantes e indescifrables en los altavoces. Nada me cuesta menos que encontrarme perdido en el mundo. Una editora amable me había guiado hasta el punto exacto del andén en el que se situaría mi vagón y no se apartó de mí hasta que el tren no se puso en marcha. Podía haber un retraso importante, un cambio inesperado de vía. Entre el gentío que llenaba andenes y vestíbulos se distinguían muchas caras de emigrantes, familias enteras con niños, mujeres con velos. Pensé que en estos tiempos una estación de tren española deja una sensación mucho mayor de calma y orden. Ahora todo el mundo en Alemania se queja de los retrasos de los trenes.
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