Otro regreso de John Coltrane

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Una de esas noches heladas de febrero en Nueva York, cuando hace tanto frío que el asfalto cobra un brillo lívido de escarcha, fui a una iglesia del West Village a escuchar A Love Supreme. Era la primera vez que lo veía interpretado en vivo, por un septeto del que recuerdo que formaban parte el pianista Uri Caine y el saxo tenor Joe Lovano. En la amplitud visual y en la acústica resplandeciente de un lugar de culto se percibía mejor la cualidad de música sagrada de esa partitura que la mayor parte de nosotros solo hemos escuchado en la grabación originaria de 1964. Y más aún se advertía lo que la escucha solitaria de un disco no permite, la cualidad de experiencia simultánea y colectiva vivida por cada uno de los asistentes, y compartida también entre nosotros y los músicos, una comunión en el sentido laico o religioso del término, según las creencias de cada uno, una emoción estética y espiritual que nos unía a todos por encima de la fe o de su ausencia: esa intuición de lo sagrado que se apodera de uno cuando se ha hecho el silencio y empiezan la música, las cuatro notas del contrabajo que se corresponden con las cuatro sílabas que en un momento supremo repetirá la voz misma de John Coltrane como una oscura letanía: a love supreme, a love supreme, a love supreme, a love supreme.

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