Dice Cesare Pavese que el destino es lo que ya ha sucedido y todavía no sabemos que ha sucedido. Un hombre conduce con uno de sus dos hijos a su lado, el menor, que tiene 29 años y a diferencia del primogénito no parece inclinarse hacia nada sólido en la vida. El hijo tiene mala cara, está distraído, se le nota que ha pasado la noche entera de juerga. El padre, como otras veces, le riñe cansadamente por cosas que no ha hecho, se queja de que el día antes estuvo llamándolo por teléfono muchas veces en vano. Mirando a la carretera con los ojos enrojecidos por la fatiga y la falta de sueño el hijo confiesa que se pasó el día entero consumiendo cocaína. El padre estalla: “¿Hay algo más bajo que la cocaína?”. En el mismo tono, el hijo dice: “He matado a un hombre”. Incrédulo, asustado, el padre aventura: quizás ha sido un accidente, el hijo ha podido atropellar a alguien conduciendo bajo los efectos de la cocaína y el alcohol. Pero el espanto de la confesión solo había empezado: con la ayuda de un cómplice, el hijo ha matado a alguien, y no ha sido un atropello: lo han torturado durante horas entre los dos con un cuchillo de cocina y lo han rematado a martillazos.
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