En el encuentro o el choque entre palabras e imágenes salta la chispa de poesía de René Magritte. Las imágenes tienen el esquematismo pedagógico de las ilustraciones en los cuadernos escolares de lectura y de caligrafía. Cada vez que firmaba un cuadro, Magritte escribía su apellido con la misma claridad esmerada con que lo habría escrito en una libreta de la escuela, quizás en una de esas hojas de líneas dobles que hacen todavía más regular la escritura. El mundo visual de Magritte está hecho de un repertorio limitado de objetos y figuras —casa, árbol, pipa, manzana, nube, cascabel, sombrero hongo, mujer desnuda, hombre de espaldas— que se repiten como las palabras de un vocabulario elemental, y que se multiplican y varían, no ya como imágenes sino como los signos semánticos de una escritura jeroglífica. Con mucha frecuencia, sobre todo en su primera época, Magritte se complace en un dibujo que parece torpe, en pinceladas toscas que no llegan a dar la sensación de volumen: quiere, sin duda, ironizar sobre el virtuosismo de la pintura académica, y también resaltar esa parte de esfuerzo y tentativa que hay en todo aprendizaje, en el prodigioso descubrimiento que hace cualquier niño cuando encuentra la equivalencia entre las imágenes, las palabras y las cosas, más poética todavía porque en gran parte es arbitraria, sometida a convenciones simplificadoras.
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