Algunas palabras y expresiones son tan infecciosas que aun quien rechaza lo que significan puede verse contaminado por ellas. En los años de luto del terrorismo etarra la inicua expresión “lucha armada” se infiltraba víricamente incluso en el lenguaje de quienes tomaban partido abiertamente contra el crimen. Si uno se declaraba en contra de la lucha armada, ya estaba asintiendo en una cierta medida al hecho sanguinario que esas palabras encubrían. Lucha armada puede sonar noble, o descriptivo, o neutro. Hay algo implícitamente heroico en la palabra “lucha”: una idea de contrincantes enfrentados, de desafío y épica. La lucha armada consistía en que un canalla o un simple descerebrado se acercaba por detrás a una persona inerme y la asesinaba de un tiro en la nuca. Lucha armada era matar y mutilar a jubilados, a niños, a periodistas, a concejales, a camareros. Declarar que uno rechazaba la lucha armada ya implicaba un principio verbal de legitimidad. Usar las palabras de los criminales es dejarse ensuciar con distracción inconsciente por ellos.
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