En un rincón fronterizo de mi provincia de origen he vivido durante unos días con una poderosa sensación de regreso y de reconocimiento. Cuando yo era muy joven y los viajes eran mucho más difíciles, la Sierra de Segura quedaba en un extremo lejano de la provincia de Jaén, al final de las líneas de los autobuses que en dirección contraria nos llevaban a Granada. Las carreteras eran estrechas, malas, llenas de curvas peligrosas. Los autobuses avanzaban a tumbos y roncaban en las cuestas arriba. Como se podía fumar en ellos, y se fumaba a conciencia, la mezcla del movimiento, del olor a tabaco y a plástico recalentado de los asientos provocaba náuseas y hacía más largos y agotadores los viajes. Los maestros jóvenes que acababan de aprobar las oposiciones temían ser enviados a pueblos serranos tan pequeños que no aparecían en algunos mapas, y de los que se decían que quedaban aislados por la nieve en los inviernos. Los pueblos tenían nombres peculiares: Cortijos Nuevos, Santiago de la Espada, Hornos de Segura, Segura de la Sierra.
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