En los últimos años de su vida, absuelto por decisión propia de la urgencia de escribir, Philip Roth aprendió a disfrutar de algo que no había conocido nunca, el simple placer de no hacer nada. En su casa de campo, que había sido durante casi medio siglo el monasterio de su dedicación disciplinaria a la literatura, ahora se quedaba mirando el paisaje por la ventana, los pájaros que cruzaban el cielo, escuchando largamente la lluvia o el viento en las hojas de esos árboles monumentales de América. En su biografía recién publicada y recién prohibida de Roth, Blake Bailey se recrea en contar esa época penúltima, antes de la devastación final de las enfermedades, en la que el novelista que jamás se había concedido a sí mismo un día de tregua —ni se lo había concedido al mundo— acepta la vejez, y adquiere un poco de sosiego.
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