En tiempos de máxima emergencia les pedimos mucho más a las artes, si es que tenemos el tiempo y el sosiego necesarios para ocuparnos de ellas. Recuerdo una noche, hace unos meses, en el Teatro Real, viendo Don Giovanni. En un momento de la función empezó a notarse una agitación contenida en el espacio de sombra del patio de butacas. Ocurría algo pero la ópera no se detenía. Alguien se había desmayado, o había sufrido un ataque, y a su alrededor se organizaba una ayuda. La mayor parte de los espectadores no se daba cuenta de nada. Había personas que se levantaban de sus localidades, acomodadores que afluían desde los pasillos, una puerta lateral que se abría, alguien con una linterna, con un maletín. Yo estaba entre dos mundos. La ficción que hasta un momento antes me mantenía hipnóticamente concentrado en el escenario y en la música ahora se desvanecía ante mis ojos, revelaba su insostenible artificio. Personas encorvadas y sigilosas para reducir al mínimo la perturbación se ocupaban de alguien enfermo que hasta un momento antes había estado tan sumergido como yo en la partitura de Mozart, en el milagro de las voces, en el engaño evidente del decorado y la puesta en escena. Todo se desarrolló con una extrema eficiencia. En ningún momento se detuvo la representación, el fluir alado de la fantasía de Mozart y Da Ponte. Al enfermo o enferma se lo llevaron y apenas se oyó el golpe suave de una puerta al cerrarse.
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