Algo que tienen en común el arte de la novela y el de la pintura es la frecuencia con que los dan por muertos los entendidos en las ortodoxias de lo último. “La novela ha muerto, la pintura ha muerto”, proclaman con júbilo macabro; pero las novelas, buenas o malas, no paran de escribirse y de leerse, y los pintores no dejan de trabajar en una soledad desalentada y heroica, y encuentran aficionados que admiran sus cuadros y los compran, aunque comisarios vacuos y figuras del espectáculo en las ferias de las vanidades del arte hayan usurpado todo el protagonismo, así como casi toda la atención informativa y crítica de los medios. Hace poco, Estrella de Diego vindicó la relevancia contemporánea de la pintura con motivo de una gran exposición de Guillermo Pérez Villalta en Madrid. La pintura, el dibujo, no son modas culturales, sino necesidades tan profundas del espíritu humano como las historias que cuentan las novelas o las películas y como las formas sonoras de la música. También la música tonal la dieron por muerta y sepultada ortodoxos ceñudos en los años cincuenta, y ahí sigue ella resplandeciendo por el mundo, indiferente a las ya anticuadas noticias de su defunción.
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