“La carne humana es el motivo de que exista la pintura al óleo”: esas palabras de Willem de Kooning me vienen a la memoria en el momento en que entro a la exposición Pasiones mitológicas, cuando mis pupilas, que vienen de la luz radiante de la mañana de marzo en Madrid, se adaptan a la calculada penumbra que hay en las salas, en la que resaltan más esas tonalidades de la piel humana desnuda que solo la pintura al óleo sobre lienzo parece capaz de transmitir; y no solo a la mirada, sino también, casi, al tacto: muchas de estas pinturas son obras maestras de Tiziano, o de herederos o discípulos suyos, y nadie antes de Tiziano había pintado los cuerpos con una sensualidad que ya está en la pincelada, y en el modo en que la materia del lienzo absorbe los pigmentos y los aceites. Es la calidad, la viveza, la ductilidad de esos colores, y de la tela sobre la que se extienden, un fundamento de la manera de pintar de Tiziano, que no sería posible sobre otros soportes menos porosos, con colores de inferior calidad. Los rosas delicados, los blancos puros, los modelados de sombra, la gloria de los cuerpos desnudos son tan terrenales y tentadores como los tejidos suntuosos, los terciopelos venecianos, los jarros de cristal transparente en los que resplandece el agua limpia, los cielos de azules sombríos de anochecer o de tormenta.
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