Don Giovanni no se acaba nunca. No es una obra maestra inmóvil, como una estatua de bronce o de mármol, o un cuadro en un museo; Don Giovanni es un trastorno que arranca con el primer acorde sombrío de la obertura y ya no se detiene hasta el derrumbe final, cuando se abre la tierra con el clamor macabro y triunfal del coro y la orquesta y el seductor blasfemo que se ha negado a arrepentirse de sus crímenes se hunde en el infierno. No hace ninguna falta creer en la condenación eterna para quedar sobrecogido por el desenlace. Ni Mozart ni Lorenzo Da Ponte es probable que creyeran en ella. En el Teatro Real, una de las últimas noches del año pasado, Don Giovanni se nos volvía más oscuro porque la pesadumbre de los tiempos ya se nos ha infiltrado en todo, y también porque el director de escena ha elegido resaltar las tinieblas de esta ópera muy por encima de sus claridades, que también las tiene.
Urgencia de Mozart
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