Desde el avión que descendía para el aterrizaje vi Venecia en la luz oblicua y dorada del atardecer, los canales y las cúpulas, las islas dispersas sobre la laguna, el cielo con un resplandor suave como de fresco de Tiepolo. Me fijé más porque hacía mucho tiempo que no visitaba la ciudad, y porque esta vez tampoco iba a quedarme en ella. Venecia era el destino de mi vuelo, pero no el de mi viaje, porque en el aeropuerto alguien me recogería para llevarme a otra ciudad en el Véneto. Venecia era esa visión prodigiosa y fugaz, y yo pensé con tristeza o resignación que casi lo prefería, por no verme sumergido entre la muchedumbre turística que estaría inundando la ciudad, esa tarde de finales de septiembre. Desde la ventanilla del avión reconocía torres y cúpulas, y me acordaba de viajes de hace muchos años que han dejado en mí una memoria indeleble: también veía, altos y masivos sobre la lámina quieta del mar, los cruceros que se acercaban como emisarios de una armada invasora.
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