Por fin mañanas frías de invierno verdadero en Madrid. En una esquina de la calle Narváez me encuentro, como un regalo de Año Nuevo, a mi amigo Emilio Lledó, al que veo mucho menos desde que falto a la Academia. A sus casi noventa años es el filósofo mejor vestido de España. Suele llevar camisas azules, corbatas de punto, chaquetas de tweed. Ayer llevaba un importante chaquetón invernal y una gorra como de pasear por el campo en Escocia. Emilio es una de las personas más cálidas que conozco. Tiene una conversación inteligente y cordial de la que yo he aprendido mucho siempre. La voz se le altera con la emoción o el entusiasmo. A esta edad que tiene es fuerte y distinguido como un árbol. Se mantiene informado de todo y conserva intacta la ira ante los abusos, la vanagloria y la estupidez. Compartimos en la mañana helada la alegría de ser ahora vecinos. Me acuerdo cuando yo vivía en Las Salesas y él me acompañaba desde la Academia, las noches de los jueves, charlando de esto y de lo otro, explicándome luminosas etimologías griegas. Se tomaba de mi brazo y éramos como dos amigos antiguos que caminan charlando bajo los árboles de Recoletos y se paran de vez en cuando para recalcar una observación. Yo siempre le estoy pidiendo que escriba sus memorias, pero no sé si me hace caso. Nos hacen falta muchos libros de memorias de gente como Emilio Lledó para civilizarnos y aprender algo con claridad del pasado.
Me cuenta que en estos días ha venido a verlo una nieta medio italiana y medio española que tiene, una niña muy despierta que le llama Nonno Emilio, y que hace algún tiempo le recomendó seriamente que se echara una novia, al ver que se quedaba solo cuando ella y sus padres se iban. Esta vez su nieta se abrazó a su cintura cuando se despedían y le dijo: “Nonno Emilio, tú eres inmortal”.