Entre los días de fiesta y las noches en blanco llevo desde que regresé una vida flotante. Me duermo a media mañana o a media tarde como si me hubieran echado un narcótico poderoso en el café y me despierto con plena lucidez a las tres de la mañana. Me he hecho un experto en los silencios profundos de la madrugada y en las primeras claridades grises que anuncian el día sobre los tejados del otro lado de la calle. Miro en los edificios de enfrente las pocas ventanas que están iluminadas: madrugadores en mitad de la noche, colegas en la cofradía del insomnio. Soy, como decía Gómez de la Serna, un taquígrafo del alba.
Dice Thomas Bernhard que deberíamos estar agradecidos a cada una de las noches de insomnio de nuestra vida. Yo no iría tan lejos. Pero he de reconocer que el desarreglo nocturno del jetlag tiene sus ventajas: tantas horas de quietud absoluta para leer o trabajar, para disfrutar el silencio. Para leer, sobre todo. En unas pocas noches he dado fin a una cuantiosa biografía de Walter Benjamin. A las cinco o las seis de la madrugada me ví sobrecogido, encerrado con Benjamin en su cuarto del Hotel de Francia, en Port Bou, a finales de septiembre de 1940. Una persona que lo vio pocas horas antes de morir recordaba que Benjamin había dejado un reloj de bolsillo en la mesa de noche y no paraba de mirarlo.
Pero lo más absurdo es haber leído en una sola noche las memorias del doctor Vicente Gil, que fue médico de cabecera de Franco durante muchos años. No soportaba el libro y no podía dejar de leerlo. Lo que subyuga de los libros escritos por personas cercanas a Franco es la absoluta inanidad del personaje. Leí el año pasado las memorias de su primo y ayudante, Salgado-Araujo, y eran de una vulgaridad tan aplastante que al cabo de unas páginas uno sentía sobre los hombros todo el tedio de varios años de dictadura entre sanguinaria y santurrona.
De uno y otro libro se deduce que a Franco lo único que le interesaba de verdad era el fútbol. No se perdía un partido en la tv. Tenía gran admiración por Gento. Cada semana echaba el hombre una quiniela. Cuando volvía del Palacio el doctor Gil la ingresaba en una administración de la calle Princesa. Una vez le tocó a Franco casi un millón de pesetas. El doctor Gil fue a pescar salmones con él a Asturias y Franco le dijo: “Vicente, lo que piense un salmón nosotros no podemos saberlo”.
Me acordé de una cosa que me contó Carlos Castilla del Pino, sobre una vez que estuvo en el palacio de El Pardo, cuando Franco aún vivía. Tuvo que esperar un rato a solas en la biblioteca. Me dijo que en las estanterías no había casi ningún libro, a excepción de varios ejemplares del anuario de la diputación de la Coruña.
El libro del doctor Gil acaba de manera muy amarga. Entre la Señora, como él dice, y el marqués de Villaverde, un pájaro de cuentas, conspiraron contra él, y con gran dolor de su corazón no pudo estar con el Caudillo en sus últimos tiempos. Mientras Franco agonizaba su yerno hacía esquí acuático en un pantano de la Sierra en compañía de alguna pelandusca tan bronceada como él. Desconsolado, Vicente Gil esperaba cada día en su casa una llamada de El Pardo que lo restituyera a su puesto perdido, en el que él dice que sentía que estaba sirviendo a España “en la persona del Caudillo”.
Un día sonó el teléfono. Él no se atrevía a contestar. Lo hizo su mujer: “Ponte, Vicente, que llaman de Palacio”. Pero no era el Caudillo, sino la Señora. Eso ya le dio mala espina. La Señora le dijo que Paco y ella estaban agradecidos por sus servicios, y que le habían comprado un regalo. No le dijo lo que era. Al día siguiente llegó un envío oficial. Era un televisor Telefunken, en color, eso sí. Reflexiona amargamente el doctor Gil: “un televisor, después de toda una vida de servicio”.