Decía Borges que no hay un día en el que no pasemos al menos unos instantes en el paraíso. Contra lo que suele pensarse, el paraíso terrenal existe, y tiene bastantes sucursales repartidas por el mundo, de modo que es fácil encontrarse cerca de alguna de ellas. Una de mis preferidas está en la isla de Mallorca, concretamente en la bahía de Pollença. Vinimos aquí durante varios años en vacaciones familiares. Veníamos tan cargados de hijos, sobrinas, madre, que alguna vez nos recogió en el aeropuerto un microbús. Las cosas son habituales, y de pronto, sin saber cómo, hay una última vez. La última vez que nosotros pasamos unas de aquellas vacaciones que ya parecían inmemoriales fue en el verano de 2004, aquí, en nuestro querido puerto de Pollença, en nuestro hotel donde los niños ya se encontraban como en familia.
De pronto han pasado doce años y los hijos adolescentes son hombres y mujeres que llevan sus vidas, aunque a todos les queda algo de nostalgia de aquellos veranos. Y aquí estamos, en nuestra bahía de siempre y de hace ya tanto, en el hotel donde todavía se acordaban de nosotros, asombrados de que haya pasado tanto tiempo sin que nos diéramos cuenta, más asombrados todavía de haber tardado tanto en volver. En el salón donde escribí una parte de Ventanas de Manhattan ahora leo el periódico y escribo artículos y apuntes cada mañana. Es una dulzura leer en la playa tomando el sol suave de la tarde, mientras el agua va cambiando de color y la arena se queda poco a poco desierta. Casi todos los turistas son británicos y se van pronto para cenar con luz del día. Yo leo absorto, intoxicado, una novela de Thomas Bernhard, Extinción. Vuelvo al hotel a la hora del atardecer y de la ducha antes del paseo y descubro, en un libro donde se cuentan historias de antiguos huéspedes, que Thomas Bernard se alojaba aquí. Hay una foto suya sentado en la misma terraza junto a la orilla donde nosotros tomamos cervezas y sandwhiches, donde yo mismo he leído su novela.