Lolita

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Elena, que es una lectora concienzuda y más bien sigilosa, me dijo por Skype que estaba leyendo Lolita. Me gusta más aún que la lea en la edición de Penguin Classics que tenemos en Madrid, todavía sólida pero muy gastada por todas las lecturas y los regresos de más de veinte años, con esa portada de Balthus que parece elegida exclusivamente para ella. Los libros impresos conservan la memoria táctil del tiempo que llevamos con ellos. Unos días más tarde, en Washington, a la hora de la cena, en un restaurante lleno de ruido y de público, una mujer joven y sola lee un libro, apoyada en una columna, del todo absorta en él, sumergida en sus páginas. Probablemente espera a alguien, o no está preparada todavía su mesa. Lee como si no hubiera nadie más en el restaurante, a su alrededor, en el mundo. El pelo largo le tapa la mitad de la cara y sujeta el libro con las dos manos, como se sujeta a alguien por las solapas. Con curiosidad instintiva  procuro averiguar qué está leyendo. Lolita. Lolita en Washington D.C., en marzo de 2015, un libro impreso, en unas manos muy jóvenes con las uñas pintadas de rojo, casi las únicas manos en todo el restaurante que no sostienen un teléfono móvil o no teclean con rapidez nerviosa en una pantalla iluminada. Le pregunto que si le gusta la novela. Alza los ojos de la lectura y me dice que le gusta mucho, mucho más de lo que esperaba o imaginaba, mucho más de lo que ella hubiera querido que le gustara. A veces quiere que la novela no le guste, me dice, pero no lo consigue. Nos vamos del restaurante y ella sigue perdida en su libro, feliz de esa lectura, a pesar de ella misma.